ran cerca de las cinco de la tarde cuando mi mamá, Sila y yo decidimos ir al centro comercial. Mery, mi madre, estaba decidida a usar la tarjeta ilimitada que Mathew le había dejado y comprar sin límites. Subimos a la camioneta con emoción y una pizca de travesura; ella sonreía como una adolescente mientras encendía la radio y dejaba que una canción pop alegre llenara el ambiente. Sila, sentada en el asiento trasero, no dejaba de mirar su celular, nerviosa, como si esperara un mensaje que no llegaba.
El tráfico estaba denso, pero eso no afectaba el buen humor de mamá. Cada tanto bajaba la ventana para gritar un piropo a algún transeúnte o bromear con los vendedores ambulantes. Yo sólo reía y rodaba los ojos, pero en el fondo me gustaba verla así, tan libre, tan viva.
Al llegar al centro comercial, los escaparates decorados con luces y maniquíes glamorosos captaron mi atención. Estábamos buscando vestidos para una noche especial, y el lugar rebosaba de gente preparando disfraces, ropa