—No me digas que quieres un esclavo… —murmuro mientras paso mis manos por el rostro, conteniendo el asco y el enojo que me produce esta situación—. ¿O tal vez… una mascota?
Cierro los ojos con fuerza al recordar esa escena grotesca. Aquella joven arrastrada como basura, los hombres riendo, brindando, golpeando a quienes llevaban collares con nombres. Algunos eran mujeres. Otros, incluso hombres. Todos rotos. Todos sometidos.
Un frío me recorre la espalda.
Una risa ronca y seca me saca de mis pensamientos. Sombra choca los dedos contra la mesa, divertido.
—Qué chistosa eres, niña —comenta entre carcajadas, mientras se reclina en su silla de cuero negro, cruzando los brazos—. No quiero eso. No soy un salvaje. Un hombre como yo sería el ideal para cualquier mujer, ¿no crees?
Lo miro en silencio. Él sonríe, satisfecho por su comentario.
—Mi difunto padre jamás necesitó tomar a alguien por la fuerza —sigue hablando—. Eso se lo dejamos a los bárbaros que disfrutan ver el sufrimiento como un