En el ala más fortificada de su propia residencia —una mansión de madera negra y tatamis impecables que se extendía como un templo privado en medio de Tokio— Masanori observaba el mundo desde la ventana.
El cuarto era amplio, silencioso, iluminado por lámparas de papel que otorgaban un brillo cálido y engañoso. Afuera, el jardín zen se extendía en líneas perfectas de grava blanca. Dentro, en cambio, reinaba el caos más calculado: mapas de Tokio fijados sobre paneles de madera, fotografías alineadas como pequeñas ofrendas, imanes rojos marcando puntos clave sobre la ciudad.
Un aroma tenue a incienso flotaba en el aire.
Las paredes, cubiertas de pergaminos antiguos, vigilaban la escena como testigos mudos de la historia que él llevaba décadas escribiendo con sangre ajena.
Masanori se inclinó sobre el mapa principal.
Sus dedos, largos, huesudos y sorprendentemente elegantes para un hombre acostumbrado a la violencia, se deslizaron por encima de los marcadores rojos como si acariciara pie