La habitación olía a metal húmedo y salitre. El aire sabía a óxido y a mar contaminado. Cada vez que una grúa movía un contenedor cercano, el suelo vibraba apenas, como un escalofrío que se transmitía por las paredes. El catre chirriaba con el movimiento, la estructura de hierro recordándole que estaba dentro de una caja dentro de otra caja, apilada quién sabía dónde.
La luz del techo era un fluorescente sin pantalla, parpadeante, que convertía su piel en un tono enfermo. El único punto distinto era la puerta: una plancha gruesa, con la cerradura electrónica al lado y la pequeña ventanita cuadrada del visor, protegida por una chapita deslizante.
Erika apoyó la palma sobre el metal, aún sintiendo el eco de los golpes de horas atrás en los nudillos.
Sus gritos no habían sido un arranque irracional. Por más que lo pareciera desde fuera, por más que aquellos hombres hubieran resoplado “histérica” en japonés, ella sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Había gritado calculando.
Cada puñ