La primera sensación fue el peso. Como si le hubieran dejado una lámina de acero encima del costado izquierdo. Después llegó el dolor: un latigazo sordo, profundo, que no ardía en la piel sino más adentro, donde los huesos se encontraban con la carne.
Takeshi intentó respirar hondo y el mundo se le llenó de agujas.
Soltó aire entre dientes.
Miró el techo. Reconocía la madera oscura y las vigas, pero había algo distinto: una lámpara clínica, fría, junto a la lámpara tradicional; el olor no era a incienso ni a té, sino a antiséptico, metal, alcohol. Su habitación había sido convertida en una especie de enfermería de emergencia.
Parpadeó.
Durante un segundo no supo que día era. La mente, en su terquedad, le ofreció primero una imagen confusa: agua cayendo sobre grava, luces de emergencia, sombras corriendo, un destello de acero y la sensación de que alguien gritaba su nombre como si se le fuera la vida en ello.
—Erika… —la palabra le salió como un susurro rasposo, antes de que pudiera tr