El motor del coche negro se apagó. La puerta se abrió y Masanori descendió primero.
Llevaba un abrigo oscuro sobre el traje, el cabello canoso peinado hacia atrás con la misma disciplina con la que otros afilaban cuchillos. La lluvia tenue de Tokio le había dejado un brillo casi metálico en los hombros, que un joven corrió a sacudir con un gesto excesivamente servil.
Detrás de él, como una estela, bajaron los demás: hombres de edades avanzadas, espaldas aún rectas a pesar de los años, trajes sobrios, zapatos bien lustrados. Los viejos pilares del clan de Tokio. Algunos se ayudaban de un bastón discreto, otros apoyaban la mano en el brazo de un subordinado más joven; todos, sin embargo, caminaban con la seguridad de quienes siguen creyendo que el tiempo no ha pasado por ellos.
En la entrada principal, dos guardias jóvenes se inclinaron a toda prisa.
—Masanori-sama.
Él no respondió. Solo deslizó la mirada por encima de sus cabezas, evaluándolos: demasiada tensión en los hombros, demasia