La habitación era estrecha. Cuatro metros de largo, quizás tres de ancho. Paredes de metal pintadas de gris, desconchadas en algunos puntos donde asomaba el óxido. El suelo era de cemento liso, con pequeñas irregularidades que raspaban la planta desnuda del pie cuando lo apoyaba. Lámpara de neón en el techo, una sola, con un zumbido constante y un parpadeo apenas perceptible cada cierto número de segundos. Lo registró: uno, dos, tres… veintidós, parpadeo. Uno, dos, tres…
La habían dejado allí hacía… ¿minutos? ¿Horas? No estaba segura.
Había una cama estrecha de estructura metálica anclada a la pared, con un colchón fino, duro, cubierto por una sábana gris que olía a detergente barato. Una mesa mínima atornillada al suelo. Un cubo metálico en un rincón, con tapa: el baño. Una rejilla rectangular, alta, cerca del techo, por donde entraba un hilo de aire más frío, con olor a sal, gasoil y algo metálico, como óxido y agua estancada.
«Puerto», pensó. «O muy cerca de uno».
Se incorporó desp