Nadie esperaba su llegada. Bajó con la bolsa al hombro, la camiseta pegada al torso por el sudor del viaje, y sintió la primera bofetada de Tokio: humedad densa, luces que no respetaban la noche, calles que ya estaban vivas cuando su Italia todavía dormía. Había ido en secreto, con el corazón apretado y el bolsillo más vacío de lo que hubiera querido admitir, pero con la decisión clavada como una daga: encontrar a Erika, sacarla de allí o morir intentándolo.
No viajó con la bendición del clan, ni con un plan perfecto. Tenía contactos: hombres del círculo de Fabio que conocían contrabandistas y transportistas, viejas deudas que podía cobrar en moneda contante. También tenía orgullo, esa mezcla peligrosa que une al amor con la terquedad. Y sobre todo, llevaba en la boca el recuerdo de una promesa susurrada bajo una parra: «No te dejaré sola», que ahora se repetía como un juramento grave.
Se alojó en un edificio de alquiler cerca del muelle, una habitación pequeña, una ventana que daba a