La noche había caído sobre Moscú con la elegancia gélida de un susurro. A través de los grandes ventanales, los copos de nieve danzaban suavemente como si ejecutaran una coreografía invisible. Las luces doradas del salón se reflejaban en los cristales, creando un efecto de vitral sacro, como si el lugar fuese el altar de una ceremonia torcida.
Svetlana estaba sentada a una mesa larga y desmesurada, cubierta por un mantel de lino blanco impoluto. Candelabros de plata ardían con una llama firme, proyectando sombras danzantes sobre los muros altos decorados con molduras barrocas. Todo era perfecto. Demasiado perfecto. Tan perfecto que dolía.
El vestido azul topacio que llevaba puesto resaltaba el color pálido de su piel, pero lo que realmente la inquietaba era el diseño. A primera vista, parecía una pieza de alta costura: bordado delicado, falda de tul vaporosa, mangas semi transparen
La habitación era distinta. Más grande, más cálida, con una cama de sábanas limpias y una colcha de lino beige que parecía haber sido recién planchada. Había una lámpara en la esquina, cuya luz amarillenta bañaba el ambiente con una suavidad engañosa, como si intentara maquillar la oscuridad que había detrás de todo eso. Incluso había un baño privado con una toalla doblada y jabones pequeños como en los hoteles de lujo. Pero no había ventanas. Y la puerta… seguía cerrada con llave.Svetlana estaba sentada sobre la cama con las piernas juntas, las manos entrelazadas sobre el regazo y los hombros rectos. Su espalda apenas tocaba el cabecero. No se recostaba. No podía. Era como si el solo hecho de descansar fuese una traición a sí misma.Tenía los ojos fijos en la puerta.No parpadeaba.No pestañeaba.Solo miraba.Y no pensaba en nada.O al menos, eso era lo que intentaba hacer.Porque pensar significaba recordar. Y recordar… dolía.El cuerpo no le dolía aún, o al menos no de la forma en
Las últimas tres noches habían sido un infierno de pensamientos. Dante no había podido dormir, no realmente. Había cerrado los ojos, sí, pero su mente seguía despierta, corriendo en círculos, afilando ideas como cuchillas, descartando lo inútil y puliendo lo necesario. Volvía a los mapas mentales, a las rutas de escape, a los rostros de sus enemigos… reorganizando cada parte del plan como si su vida dependiera de ello. Porque esta vez, dependía. Su vida, la de Svetlana, y la de todos los que llevaban su nombre en el pecho.Y cuando el tercer amanecer lo encontró despierto, con los vendajes aferrados a su torso como un recordatorio de su fragilidad, supo que ya no había vuelta atrás.La habitación estaba en penumbra. Un halo tenue se filtraba por la rendija de la persiana, proyectando líneas difusas sobre el suelo de madera y las sábanas blancas, arrugadas, de la cama de hospital. El aire olía a desinfectante y a algo más denso: incertidumbre.Dante se incorporó con esfuerzo, los venda
El silencio en la habitación era espeso, casi tan opresivo como las paredes que la rodeaban. Había algo cruelmente irónico en la comodidad del lugar.Una semana.Una maldita semana sin noticias del mundo real. De Italia. De Dante.La mente de Svetlana se negaba a hacer espacio para la idea, pero cada día que pasaba sin señales de vida… cada minuto de silencio… cada noche allí... la pregunta volvía a martillarle el pecho:¿Y si estabamuerto?¿Y si lo había perdidopara siempre?El aire se volvió más denso en sus pulmones. Cerró los ojos un instante y los abrió con fuerza, negándose a llorar. Pero era inútil. Las lágrimas brotaron sin permiso y cayeron, silenciosas, mientras ella permanecía sentada sobre la cama.Levantó la vista. El reloj de pared marcaba las 7:45 p.m.Otra
La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora mojada en gasolina.Una chispa bastó.Una llamada desde un sitio recóndito enReggio Calabria, y el rumor corrió como alma que lleva el diablo.Dante Bellandi estaba muerto.Florencia fue la primera en reaccionar. Le siguieron Génova y Milán. Luego, en las callejuelas humeantes de Nápoles, los clanes de la Camorra compartieron la noticia entre susurros y carcajadas contenidas. Pero fue en Calabria donde el silencio se volvió espeso, donde la sombra de ese apellido aún tenía el poder de helar la sangre o encenderla.—¿Estás seguro? —preguntó uno de los viejos patriarcas de Gioia Tauro, con sus dedos aferrados a un rosario ennegrecido por los años—. ¿Dante Bellandi ha caído?—Eso dicen. Unabala en el pecho. No sobrevivió. Fueron los
La habitación era hermosa. Un santuario de lujo clásico, decorado al más puro estilo imperial ruso. El papel tapiz de damasco rojo y dorado abrazaba las paredes con una calidez engañosa, mientras unas cortinas de terciopelo burdeos colgaban pesadamente a ambos lados de una gran puerta de madera tallada, cerrada desde fuera. En las esquinas, molduras doradas dibujaban arabescos como en los salones de los antiguos palacios de San Petersburgo. Un candelabro de cristal colgaba del techo, lanzando reflejos sobre los espejos biselados y el suelo de madera oscura. Todo allí hablaba de refinamiento, de historia, de poder.Y, sin embargo, en el rincón más alejado, acurrucada como un animal herido, esa opulencia no significaba absolutamente nada.Svetlana se encontraba sentada sobre una alfombra persa, abrazando sus rodillas. Llevaba puesto un vestido de seda azul oscuro, arrugado por el peso de su cuerpo encogido. El cabello caía suelto sobre su rostro, enredado y apagado. No había maquillaje,
El cielo estaba cubierto por una manta gris, como si incluso el clima supiera que nada era real esa tarde.Caminaban por una de las calles principales de la ciudad, rodeados de vitrinas con ropa de diseñador, cafeterías boutique y flores frescas colgando de los balcones. Un lugar que, en cualquier otro contexto, habría sido idílico. Romántico incluso. Pero a su lado iba él. Nikolai. Su carcelero. Su pesadilla hecha carne.Svetlana llevaba un abrigo beige ajustado a la cintura y el cabello suelto, ondulado por el viento que soplaba desde el norte. Nadie sospecharía que estaba secuestrada. Nadie imaginaría que detrás de su mirada de hielo se escondía el deseo desesperado de gritar. Todo estaba perfectamente calculado. Demasiado perfecto. Como una coreografía ensayada hasta la extenuación.Nikolai caminaba a su lado con una sonrisa plácida y las manos en los bolsillos del abrigo largo de lana, como si fuese un esposo orgulloso paseando con su amada. Su andar era relajado, seguro. Dominant
El rugido del motor del jet privado se desvaneció en la inmensidad blanca mientras descendía en la pista privada, solitaria, tallada entre las montañas heladas del norte de Islandia.El viento, afilado como cuchillas, azotaba los abrigos negros de los tres hombres que descendieron junto a Dante, quien apenas podía mantenerse erguido. El vendaje que cruzaba su pecho se teñía de rojo pálido en el borde, un recordatorio del disparo que casi lo arrojó al otro lado.—Benvenuto, signore—dijo uno de los hombres que lo esperaba al pie del jet. Su nombre era Lorenzo, viejo leal de Vittorio Bellandi, ahora al servicio del hijo.—¿Está todo listo? —preguntó Dante con voz áspera, aún arrastrando el cansancio de la herida.—Sí, señor. La base está operativa. Todo elequipo llegó esta mañana.D
La puerta se cerró tras él, dejando un vacío más helado que el invierno ruso.Svetlana se quedó en la oscuridad, abrazada a la nada, con la respiración hecha pedazos y el corazón convertido en un espectro que no sabía si latir o dejarse morir.Dante… muerto.¿Mi padre tambien?No, debía ser una mentira, un juego psicologico...Sin embargo, laspalabrascaíanuna y otra vez en su mente como una sentencia.Los únicos dos hombres que había amado en su vida, ¿estaban muertos?Eso significaba que... nadie iría a rescatarla.Con ellosse había ido todo: la esperanza, el amor, la posibilidad de salir de ese infierno.El primer día no lloró. Se quedó quieta, acurrucada junto a la pared como una niña abandonada, con la vista clavada en la nada.El segundo d&iac