El sol bañaba las estrechas calles de la ciudad con un resplandor dorado, proyectando sombras alargadas sobre los edificios de piedra y las fachadas antiguas. A esa hora, las calles estaban llenas de vida, con los mercados funcionando a pleno ritmo y la gente yendo y viniendo en su rutina habitual. Nadie prestaba demasiada atención a la fila de camiones de reparto estacionados en una bodega discreta, en las afueras del puerto. Parecían transportes comunes, parte del engranaje de la ciudad. Pero lo que llevaban dentro estaba lejos de ser legal.
Dante observaba todo desde la sombra de un almacén, con los brazos cruzados sobre el pecho y un cigarro encendido entre los labios. A su alrededor, varios de sus hombres se movían con precisión casi militar, revisando las cajas, confirmando los números, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de que los camiones partieran.
—Esto se ve bien —comentó Fabrizzio, cerrando una caja y asegurándola con cinta adhesiva—. Deberíamos tener todo l