La brisa mediterránea susurraba entre los olivos, llenando el aire con el aroma fresco de la tierra y la sal del mar distante.
Svetlana caminaba lentamente por los jardines de la mansión, con su brazo entrelazado con el de su padre. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pudieron estar juntos de esa manera, sin miedo a las sombras que los acechaban. Alexei, sin embargo, no compartía su tranquilidad. Sus ojos recorrían el paisaje con cautela, como si esperara que en cualquier momento la ilusión de seguridad se desmoronara.
—No entiendo, hija. No entiendo qué demonios decides quedarte aquí —murmuró, deteniéndose para mirarla con el ceño fruncido—. ¿Por qué te trata tan bien ese italiano? ¿Por qué eres tan importante para él?
Svetlana suspiró, mirando el cielo despejado antes de devolverle la mirada.
—No es fácil de explicar, papá.
—Pues inténtalo. Porque a mí me cuesta creer que un jefe mafioso de la ‘Ndrangheta se haya vuelto un buen samaritano de la noche a la mañana.
Svetl