La noche había caído como un manto espeso, el wakagashira no estaba sentado. Caminaba la habitación como quien busca en el suelo el hilo de una afrenta. Sus manos, enormes y curtidas, se cruzaban y separaban; en la mejilla izquierda la cicatriz recorría un mapa antiguo. Sus ojos, que siempre habían sido de piedra, ahora ardían como carbón vivo.
—No puedo creer que lo estés pensando —dijo al fin, sin pedir permiso—. No hay nada que pensar: Yumi me fue prometida. Si no hubiese huido la noche antes de la boda, esa unión ya sería un hecho.
Hitoshi lo miró durante un instante, sin alterarse. Permanecía sentado en seiza, la espalda recta como un poste, las manos descansando sobre los muslos; su edad le había dado la calma del que ya ha visto suficientes tempestades. No le gustaban las explosiones, pero conocía el lenguaje de las que incendian.
—Lo sé —respondió con voz baja—. Sé la promesa que te hice. Sé cuánto pesa una palabra en la mesa de un hombre.
—Entonces entiende —replicó el wakaga