La noche mordía los naranjos del jardín con un frío raro para Calabria. La villa dormía a medias: luces bajas en los corredores, un murmullo somnoliento de bombas de la fuente, el olor limpio de piedra mojada y bergamota aplastada bajo botas. En el patio de grava, la camioneta oscura esperaba con el motor encendido, expulsando bocanadas de aliento blanco en la penumbra.
Dos hombres arrastraban a Fiorella por los brazos. Llevaba ropa limpia y el cabello recogido. Pataleaba, arañaba, mordía el aire con la furia espasmódica de quien no sabe si lucha por vivir o por no aceptar lo inevitable.
—¿Qué van a hacer conmigo? —chilló, la voz oxidada, quebrada—. ¿Dónde me llevan? ¡Dante! ¡Dante, sé que estás ahí!
No lo estaba. No a la vista.
Desde la ventana alta de su despacho, Dante la miraba a través del reflejo de su propio rostro en el vidrio. El cuarto olía a cuero y humo viejo; sobre el escritorio, un cenicero con una colilla sin apagar echaba una vena fina de humo azulado. La lámpara despr