La música del bar era vieja, crujía por los parlantes como si viniera desde el pasado, donde nadie recordaba exactamente cuándo fue que el lugar dejó de tener clientes decentes y se llenó de sombras con sed de whisky barato y secretos que olían a pólvora. Las paredes tenían humedad en las esquinas, y un leve olor a orina se colaba desde el baño del fondo, pero a los hombres que jugaban a los dardos en el rincón más oscuro del local eso no les importaba.
La voz de Rino resonó con una carcajada áspera, alzando su cerveza sin quitarle la vista al blanco clavado en la madera agrietada.
—Te lo juro, porca miseria, si ese cabrón de Dante Bellandi logra quedarse con lo de Mancini, yo mismo me tatuo su nombre en las pelotas.
Los otros dos estallaron en risa. El más joven, Niko, apenas tendría veintitrés años. Aún tenía la sangre caliente y los nudillos rotos de la última pelea. Llevaba una camiseta negra y un diente de plata que brillaba cuando se reía.
—Dante ha tenido más enemigos que polla