La habitación estaba bañada por una luz dorada y cálida que entraba a raudales a través de las cortinas descorridas. El sol de la tarde pintaba las paredes de tonos miel y ámbar, acariciando los muebles, el piso de madera pulida y la gran cama donde descansaba Dante. Todo estaba limpio, ordenado, sereno, como si el mundo se hubiera detenido para que él pudiera sanar. En el aire flotaba una fragancia sutil de lavanda, y las ventanas estaban entreabiertas, dejando que la brisa suave agitara apenas los visillos. Ya no había monitores ni máquinas zumbando en la habitación. Solo quedaban los frascos de medicamentos sobre la mesita, una bandeja con vendas limpias, y la silueta inmóvil de Dante en la cama, por fin libre del infierno clínico.
Svetlana estaba sentada junto a él, en silencio. No se separaba por más de un par de horas, le hablaba aunque él no siempre respondiera, le humedecía los labios con cuidado, le acomodaba las almohadas con dedos suaves, lo cuidaba como se cuida lo más sag