El hedor a pólvora y sangre aún colgaba en el aire como una amenaza latente. Había cuerpos tirados sobre el asfalto, casquillos regados como migajas de una guerra inútil, y patrullas con las luces aún parpadeando sin propósito. El lugar que apenas horas atrás había sido escenario de una operación planeada, ahora parecía un campo de ruinas. No ruinas físicas, no al menos para él, sino ruinas de su propia paciencia, de su convicción, de la autoridad misma.
El inspector Luca Versano permanecía de pie entre el caos, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y el ceño fruncido en una mezcla de incredulidad y rabia contenida. La lluvia que caía con lentitud sobre su pelo y su rostro era lo único que se movía en él. El resto, era mármol.
Había estado tan cerca.
Tan jodidamente cerca de atrapar a Dante Bellandi.
Una parte de él aún no podía creerlo. El hijo de puta se les había escurrido de entre los dedos como si hubiese estado ensayando