La puerta del sótano crujió levemente cuando Svetlana la empujó con los dedos. El aire estaba cargado de humedad y ecos de lamentos. La bombilla del pasillo titiló una vez antes de estabilizarse, lanzando una luz pálida sobre su rostro. Su mirada era una línea recta, firme, imperturbable. Pero bajo esa piel de mármol latía una corriente que no cesaba: no de miedo, sino de memoria.
Ella ya había bajado esos escalones antes.
Con sus propias manos había preparado cada rincón de aquel cuarto.
No había crueldad en su rostro. Solo silencio.
No era indiferencia. Era otra cosa.
Un abismo contenido, un pulso firme sobre una rabia que ya no quemaba, pero seguía pesando.
Respiró hondo antes de girar la cerradura y comenzar a descender.
Sus pasos no hicieron ruido. Todo en ella había sido medido.
No necesitaba hablar. Él sabría que había llegado.
El silencio era espeso.
Solo se escuchaba un goteo lejano, una gota que caía en intervalos irregulares desde una vieja tubería oxidada. Era como un metró