La mesa estaba perfectamente servida, iluminada por una lámpara de araña que pendía del techo como un relicario antiguo. Las luces tenues acentuaban el brillo de la porcelana fina y el vapor de la comida caliente se alzaba en espirales suaves, cargando el ambiente con aromas intensos de mantequilla, especias y pan recién horneado.
Svetlana estaba sentada en uno de los extremos, erguida, con la espalda recta y el mentón ligeramente alzado. Su cabello aún húmedo de la ducha caía en ondas suaves sobre los hombros, y el vestido de seda azul medianoche se aferraba a sus formas como una segunda piel. No era un atuendo revelador, pero tenía algo de magnético… de peligroso. Había elegido aquella tela deliberadamente, como quien escoge el arma perfecta para una guerra silenciosa.
Era la primera vez que se arreglaba así desde que Dante la rescató del infierno. Se había detenido frente al espejo más tiempo del habitual, perfilando cada línea de su rostro, cada sombra en su mirada. No buscaba agr