Habían pasado un par de minutos desde que entraron a la habitación, y seguían inmersos en esa vibra bizarra que los consumió en aquella celda.
Svetlana estaba de pie, frente al espejo, mirando su reflejo. No temblaba. No pestañeaba. Solo respiraba hondo, con una serenidad que a Dante le revolvió algo en las entrañas… y no precisamente miedo.
Cuando finalmente ella se giró hacia él, Dante no se movió. La miraba como si no pudiera decidir si abrazarla o arrodillarse frente a ella. Esa mujer… esa mujer era fuego puro. Dolor hecho carne. Y, sin embargo, seguía siendo su luz. Seguía siendo suya.
Svetlana se acercó con lentitud, tenía las manos manchadas, la frente perlada de sudor, pero los ojos más vivos que nunca. Caminó hacia el lavamanos, abrió el grifo y dejó que el agua y el jabón corriera sobre sus dedos. La sangre se deslizó en espirales oscuras por el desagüe.
Dante se acercó por detrás. No dijo nada. Solo apoyó una mano sobre su espalda, como un ancla. Ella cerró los ojos. Por un