Svetlana permanecía en la entrada, sin cruzar aún el umbral, observando. Nikolai estaba tirado en un rincón, hecho un ovillo contra la pared. La barba crecida le cubría media mandíbula. Los labios estaban partidos, las encías ennegrecidas por la falta de agua. Uno de sus ojos seguía inflamado, amoratado. El torso desnudo mostraba costillas marcadas, restos de sangre seca, y hematomas que parecían mapas de guerra.
Una guerra que estaba perdiendo.
No se movió al sentirla. Tal vez dormía. O tal vez fingía no verla.
Svetlana no dijo nada al principio. Solo se quedó ahí, quieta. Silenciosa.
Con los brazos cruzados, apoyada contra el marco de la puerta, lo contempló como quien observa una pieza rota que solo estorba.
No había rabia en sus ojos. Ni asco.
Solo cálculo.
—Báñenlo —ordenó finalmente, sin levantar la voz—. Y denle de comer.
Las palabras parecieron flotar en el aire, pesadas, insólitas.
Uno de los hombres a