Todos en la mansión aún dormían, o al menos eso creía Dante. El cielo estaba comenzando a desteñirse en el horizonte, ese gris azulado que antecede al amanecer, pero el silencio dentro de la casa aún pesaba como una lápida.
Dante cruzó el vestíbulo con pasos lentos, sin encender luces, guiado por la familiaridad del espacio y el caos de su mente. Aún sentía el calor de la conversación con Tatiana latiéndole en el pecho, como una herida recién abierta. Tenía mil pensamientos arremolinados en la cabeza y ninguno era lo suficientemente claro.
Fue entonces, en la penumbra del salón, que vio una silueta recortada junto a la barra. Alta, firme. El brillo rojo del cigarro encendido en la mano lo delató.
—¿No podías dormir tampoco? —preguntó Fabio, sin mirarlo directamente.
Dante resopló con cansancio, pasando una mano por el cabello.
—Parece que esta casa se convirtió en un nido de almas inquietas.
Fabio sirvió dos dedos de grappa en un vaso y se lo tendió sin insistencia. Dante lo aceptó, p