Nikolai la vistió con sus propias manos. Le puso un vestido blanco. de seda, largo hasta los tobillos, con escote en la espalda.Era uno que ella solía usar cuando bailaba.Había envejecido entre telas guardadas y perfumes rancios, pero aún conservaba el olor a escenario, a vida antigua.—Vamos a intentarlo de nuevo, palomita.Svetlana no protestó.Dejó que la peinara, que le pusiera los pendientes, que le maquillara los ojos.La condujo hasta un gran salón, que había transformado en una réplica de un teatro, y ella no pudo evitar pensar en Dante, dibujando una media sonrisa en los labios que, por suerte, Nikolai no vio.Luces bajas. Un viejo tocadiscos en un rincón. Un par de zapatillas de ballet colocadas con cuidado al centro del mármol.—¿Ves? —dijo, con una sonrisa torcida, mientras servía dos copas de vino tinto—. Casi como en tus días de gloria, ¿no? —él se acercó a ella, y... ¡joder! Si no fuese porque lo odiaba con todo su ser, quizás habría admitido que lucía endemoniadament
La casa en la que Nikolai la retenía no era un hogar.Era un mausoleo de recuerdos podridos.Había oído rumores muchos años atrás, susurros sobre un lugar al borde del bosque, aisladodel resto del mundo,donde hombres del mundo criminal se reunían para embriargarse y participar en orgías,fiestas grotescas para la élite corrupta, donde las paredes eran testigos mudos de torturas y horrores inconfesables. Incluso ahora, que las habitaciones habían sido adornadas con flores frescas y cortinas nuevas, el aire seguía oliendo a miedo rancio, a sexo desenfrenadoy a sangre vieja.¿Quien iba a imaginar que esa macabra propiedad perteneciera a un hombre que se iba a obsesionar con ella?Svetlana sentía el horror en cada respiro. Lo veía en las pequeñas grietas de las paredes, donde la pintura no lograba ocultar manchas antiguas. Lo oía en el
El comedor, amplio y lujosamente decorado, parecía demasiado grande para solo dos personas. La luz cálida de la araña de cristal bañaba la larga mesa de madera oscura, donde platos de porcelana y cubiertos de plata brillaban como armas al acecho.Nikolai comía despacio, observándola con esos ojos que parecían ver más de lo que ella quería mostrar.Svetlana bajaba la mirada hacia su plato casi intacto, sintiéndose como una mariposa atrapada en una red invisible.—Te ves hermosa esta noche —murmuró él, con la voz tan suave que la piel de Svetlana se erizó—. Sabes lo mucho que me gustas, ¿verdad?Ella no respondió. Su estómago estaba hecho un nudo, como siempre que compartían esos momentos donde las palabras eran dagas disfrazadas de seda.Nikolai sonrió ladeando la cabeza, como un depredador que disfruta acechando a su presa antes de devorarla.»¿Qué piensas cuando me miras así? —preguntó él, dejando la copa de vino en la mesa con un golpecito seco.—Nada —respondió ella rápido, demasia
—¡Suéltame, maldito loco! —gritó ella, con la voz desgarrada de terror y rabia.Y entonces, con la precisión del pánico, le dio un rodillazo directo entre las pelotas.El golpe fue brutal.Nikolai dejó escapar un alarido, cayendo de rodillas, sus manos volando instintivamente a su entrepierna, y el rostro torcido en una mueca de dolor agónico.Svetlana no esperó.Corrió.Corrió como si su vida dependiera de ello, que de hecho, dependía.Sus pies descalzos golpeaban el mármol, resbalaban en las esquinas, subió las escaleras casi de rodillas, tropezando, jadeando, con las lágrimas cegándola.Llegó a su habitación, cerró la puerta de un portazo y echó el pestillo temblando.Se dejó caer al suelo, sollozando, con la espalda contra la puerta.Sus manos aún temblaban, su garganta ardía, el corazón parecía a punto de estallar.Pero la sensación de seguridad duró apenas segundos.Porque escuchó los pasos.Pasos pesados, arrastrados, ascendiendo por las escaleras.La risa.Esa risa enferma, de
—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!El mundo se detuvo.—Mi sol —susurró Dante.Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.La mano de Nikolai temblaba de rabia.—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.Nikolai sonrió con la boca torcida.—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surco
Tres meses antes…Fabio detuvo el paso frente a la puerta. Su mano temblaba, apretando el llavero de bronce con tanta fuerza que los bordes le cortaban la piel. Afuera, el silencio helado de Aspromonte era como un eco constante de lo que no se decía.Respiró hondo. No por el frío, sino por lo que estaba a punto de hacer.Empujó la puerta.Dentro, la luz de una lámpara apenas dibujaba la figura dormida de Dante. El hijo del líder. El heredero. El que nunca dormía realmente, ni siquiera cuando lo intentaba. Porque en su mundo, cerrar los ojos era dejar la espalda expuesta.—Señor… —susurró Fabio.Un segundo después, el clic metálico de una Beretta lo dejó congelado. Dante apuntaba directo a su sien, con los ojos entrecerrados y el cuerpo tenso.—¿Quién carajo eres? —gruñó, ronco.—Soy yo. Fabio. No dispare.Dante no bajó el arma. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme.—¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?—Me mandaron a buscarlo. Tiene que venir conmigo. Ya.El silencio fue tan tenso q
El brillo de las velas se reflejaba en los ojos de los presentes cuando Dante se giró hacia ellos. No había más tiempo para dudas, no había más espacio para la fragilidad. Estaba rodeado de hombres que, aunque al servicio de la familia Bellandi, lo observaban con la esperanza de ver en él a un líder capaz de sostener el peso de la herencia.Dante respiró hondo, sintiendo cómo la mirada de cada uno de los hombres lo atravesaba como una espada afilada, evaluando, esperando. Se acercó lentamente al ataúd, sus pasos firmes pero cargados de un peso abrumador. Al llegar frente a él, sus ojos se clavaron en el rostro inerte de su padre, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. No estaba preparado, lo sabía, pero ya no había marcha atrás. El destino lo había alcanzado, y con él, la responsabilidad de un apellido que ni siquiera él comprendía completamente.Luego, sin apartar la vista del ataúd, su voz se alzó, firme pero cargada de la sombra de su padre. Algo en él parecía diferente, com
El jet privado descendió lentamente, cortando el aire con un rugido grave que se fue apagando al tocar tierra.Dentro del avión, el lujo contrastaba con la tensión que se respiraba. Los asientos de cuero beige brillaban bajo la luz cálida, y las superficies de madera reflejaban destellos dorados con sobriedad. Era un espacio diseñado para el confort absoluto, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula elegante.El hombre más corpulento del grupo, de barba rala y mirada gastada, se acercó a ella con movimientos mecánicos, como quien carga peso muerto a diario. La levantó sin esfuerzo. Su cuerpo, tan liviano, parecía más el de una muñeca que el de una mujer viva. La llevó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén. El motor emitía un ronroneo grave que se perdía en la madrugada helada.—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre.Uno de sus compañeros obedeció sin chistar. La acomodaron en el asiento trasero, cuidando que