Él, apoyado en el respaldo de la cama, la observaba en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, había algo distinto en su mirada: no arrogancia, ni desdén, sino una especie de cansancio compartido, como si también llevara su propio peso invisible.

—Lía —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. No puedo prometerle milagros… pero sí puedo ayudarla.

Ella levantó la cabeza, sorprendida.

—¿Ayudarme?

—Sí. Si hay una verdad detrás de esa niña, la vamos a encontrar —respondió con firmeza—. Tengo contactos, recursos, y más de un favor pendiente en la policía. Pero será un camino largo y… peligroso.

Lía parpadeó, incrédula.

—¿De verdad lo haría por mí?

Nicolás esbozó una sonrisa apenas perceptible.

—Digamos que lo haría por la niña —corrigió, con un dejo de sarcasmo—. No quiero que una inocente pague por los errores de los adultos.

Por un instante, Lía sintió que el aire se le escapaba. Era la primera vez en meses que alguien se ponía de su lado sin juzgarla, sin insultarla, sin exigirle e