—Deberías irte —le dijo ella con voz firme, sin una pizca de emoción—. Te has convertido en una vergüenza para todos.
Nicolás se limitó a soltar una risa amarga.
—Esta es mi casa, Betty. Mi patrimonio. Todo lo que tienes lo construí yo. Nadie me va a echar de lo que me pertenece.
Sus palabras resonaron en el salón como un eco arrogante. Pero la verdad era que se sentía derrotado. Las miradas de su familia lo atravesaban como cuchillos; ya no quedaba respeto ni amor, solo rencor y miedo.
Esa misma noche, decidió marcharse por su propia voluntad. No soportaba un día más bajo el mismo techo que Mary. Llamó a su abogado de confianza y, con la voz quebrada, le pidió que iniciara los trámites del divorcio.
Cuando el abogado llegó, Nicolás lo recibió en su estudio. Sirvió dos copas de whisky y le relató, sin rodeos, todo lo ocurrido: los fraudes, las amenazas, las traiciones dentro de la firma, y el peligro que se cernía sobre él y su familia.
El abogado escuchó en silencio, tomando notas co