Capítulo 50: El Diploma de la Discordia.
El silencio pesó más que el insulto. Lía sintió una punzada en el pecho, pero no respondió. Caminó hasta la habitación, donde Lucía dormía tranquila, ajena al caos que se desataba afuera. Se recostó a su lado, la abrazó con ternura y cerró los ojos.
—Te lo prometo, mi amor… —susurró entre lágrimas—. No volveremos a pasar hambre. Nadie nos volverá a humillar.
Y así, abrazada a su hija, se quedó dormida, sin saber que al amanecer empezaría la etapa más difícil —y también más decisiva— de su vida.
El amanecer llegó silencioso, con un resplandor tenue filtrándose por las cortinas. Lía abrió los ojos despacio, sintiendo el peso del sueño y el eco de las palabras de su madre resonando todavía en su mente.
Lucía dormía profundamente, con su pequeño puño cerrado sobre la manta. Por un instante, Lía la observó y sonrió. Aquella niña, tan frágil y tan suya, era la única razón por la que seguir adelante.
No lloró. No había lágrimas que valieran la pena.
Se levantó en silencio y empezó a empaca