Se encontraron en una pequeña cafetería, lejos del bullicio, y por un instante parecieron las mismas muchachas de secundaria. Se abrazaron fuerte, con esa emoción que solo guardan las amistades que sobreviven a los años.
—¡No lo puedo creer! —dijo Camila, con una sonrisa sincera, observando a sus antiguas compañeras—. Han pasado tantos años…
—Demasiados —respondió Verónica, riendo mientras servían el café.
Lía llegó con Lucía en brazos, tímida, como si cargara no solo a su hija, sino también la vergüenza de su secreto. La niña, con sus mejillas sonrosadas y grandes ojos curiosos, atrajo enseguida la atención de Camila.
—¿Y esta preciosura? —preguntó la doctora, inclinándose hacia la pequeña.
Lía tragó saliva. Sabía que ese momento llegaría. Mientras acariciaba el cabello suave de Lucía, respiró hondo, dispuesta a revelar una parte de la verdad que tanto la atormentaba.
—Es… es mi hija —respondió Lía al fin, bajando la mirada como si confesara un pecado.
El silencio cayó sobre la mesa.