Bruno no sabía cómo había llegado a su cama. Las horas después de hablar con su abuelo eran borrosas, diluidas entre la rabia muda y el nudo permanente en la garganta. Pero ahí estaba con el cuerpo aún rígido de emociones no liberadas, y con Melissa dormida a su lado, envuelta entre las sábanas como un suspiro que él no merecía.
Se recostó sin hacer ruido, con el brazo extendido sobre la almohada, sin tocarla, solo con la mirada en ella.
La habitación estaba en penumbras. Solo el resplandor tenue que se colaba por la ventana dejaba ver los contornos suaves de ella, con los labios entreabiertos y una mano extendida hacia el lugar donde Bruno ahora se estaba.
El cabello le caía desordenado, como un velo de oscuridad sobre la mejilla pálida. Su respiración era tranquila, profunda, ajena al derrumbe que lo carcomía por dentro. Bruno cerró los ojos un segundo, pero el peso del secreto en su pecho no lo dejó descansar.
Solo podía pensar en su nonno, en cómo había tenido que tragarse su llan