El reloj marcaba las 7:59 a.m. cuando Sofía cruzó el umbral de la oficina de Alejandro Dávila. Un minuto antes de la hora. Su respiración era contenida, su postura recta. Quería evitar a toda costa otra humillación.
Pero allí estaba él. De pie frente al ventanal, con el celular en la mano y la mirada fija en la ciudad como si le perteneciera.
—Cierra la puerta —ordenó sin mirarla.
Sofía obedeció.
—Tu agenda para hoy —dijo, dejándole la carpeta en el escritorio con cuidado.
Alejandro no respondió. Dio un par de pasos hacia ella y se detuvo a unos centímetros. Su perfume amaderado la envolvió. Sentía su presencia como un campo eléctrico a su alrededor.
—¿Siempre te perfumas para venir a trabajar? —preguntó de pronto.
—¿Perdón?
—Que si lo haces por mí —dijo, mirándola a los ojos por fin, con ese brillo cínico y oscuro que tanto la descolocaba.
Sofía sintió el rubor subirle por el cuello.
—No, señor. Lo hago por mí. Me gusta oler bien.
Alejandro sonrió, apenas.
—Buena respuesta.
Se giró y volvió a su escritorio como si nada hubiera pasado.
A media mañana, Sofía estaba sumida en la revisión de unos contratos cuando la puerta se abrió bruscamente. Era Victoria. Otra vez sin avisar. Otra vez con ese aire de dueña del lugar.
—Ale, ¿no ibas a acompañarme a la inauguración de la galería?
—Tengo una reunión en veinte minutos.
—Podrías cancelarla. Soy más importante que unos inversionistas coreanos, ¿no?
Alejandro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Y eso pareció herir el ego de Victoria más que un grito.
—O quizás prefieras quedarte con tu “niña aplicada” —dijo, lanzando una mirada venenosa a Sofía.
Sofía bajó la cabeza, mordiéndose la lengua.
—Victoria —dijo Alejandro finalmente, con voz firme—. Te pedí que no interrumpieras mis horas de trabajo.
La mujer lo miró con incredulidad, herida y furiosa.
—Claro… ya entendí.
Y salió dando un portazo.
—No permitas que te intimide —dijo una voz más tarde, cuando Sofía bajó al comedor del piso ejecutivo. Era Clara, una asistente de otro departamento. Morena, elegante, con ojos observadores y una sonrisa astuta.
—¿Perdón?
—La víbora de rojo. Victoria. Todas la odiamos, tranquila.
—No la odio… —empezó a decir Sofía.
—No todavía —interrumpió Clara con una carcajada—. Pero dale una semana.
Sofía sonrió, aliviada de no ser la única que notaba el veneno en el aire. Agradeció el gesto amistoso. Por fin, alguien con quien hablar.
—¿Y tú cuánto llevas aquí? —preguntó.
—Cuatro años. Sobreviví al primer año con Dávila y ya no me asusta ni el SAT —bromeó Clara—. Pero tú… tú le gustas.
Sofía casi se atraganta con el sorbo de agua.
—¿Qué? ¡Claro que no!
—Por favor. Ese hombre no mira a nadie como te mira a ti. Y eso que está con Victoria desde hace siglos.
—No es asunto mío —dijo Sofía, más nerviosa que antes.
—Pues más vale que lo sea —respondió Clara con una media sonrisa—. Porque si le gustas al jefe, aquí o subes como espuma… o te quemas viva.
El resto del día transcurrió con normalidad. O lo más normal que puede ser trabajar para un hombre que cambia de humor como cambia de traje. Alejandro la trató con su habitual frialdad, pero ya no había desprecio en su voz. Solo una tensión densa, un juego de miradas que ella no sabía cómo manejar.
Y entonces, a las 7:15 p.m., cuando pensaba que ya iba a irse, él le dejó caer una carpeta sobre el escritorio.
—Quiero esto corregido para mañana a las 8. Todo. Incluyendo los anexos.
—Pero… son más de cien páginas.
—¿Te estoy preguntando si puedes o te estoy diciendo que lo hagas?
Sofía apretó los dientes. Él no esperaba eficiencia, esperaba obediencia.
—Entendido —dijo, con la voz más neutral que pudo.
Alejandro se detuvo un momento a observarla. Sus ojos viajaron por su rostro, su cuello, sus manos. Y por un instante, el ambiente cambió. Él dio un paso más cerca. Sofía contuvo la respiración.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta de ti?
Ella negó suavemente con la cabeza.
—Que no reaccionas como el resto. No te asustas… no me odias. Me haces sentir como si yo fuera… el monstruo. ¿Lo soy?
Sofía lo miró fijamente. Algo dentro de ella vibró.
—No lo sé, señor. Pero a veces actúa como si quisiera que lo odiaran.
Alejandro dio una media sonrisa. Era la primera vez que se la daba sin sarcasmo.
—Buen análisis. Para mañana. A las ocho —repitió, girando sobre sus talones.
Esa noche, en su casa, con los papeles esparcidos por la mesa y una taza de café tibio a su lado, Sofía repasaba los contratos con eficiencia, pero su mente no dejaba de regresar a esa mirada. A ese momento. A la cercanía. ¿Por qué la observaba así? ¿Por qué sentía mariposas cuando sabía que no debía?
Marco llegó a visitarla cerca de la medianoche. Traía pan dulce y una sonrisa de esas que curaban cualquier herida.
—¿Te ayudo?
—No puedes. Es confidencial.
—¿Y el tipo ese? ¿El jefe ogro?
—Intenso. Agotador. Pero… no sé, Marco.
—¿Qué?
—Siento que me observa como si… no sé. Como si viera algo en mí que ni yo entiendo.
Marco bajó la mirada. Dolido.
—Ten cuidado, Sofi. Esos hombres no se enamoran. Solo destruyen.
Sofía suspiró.
—Lo sé.
Pero no estaba segura de si lo decía para calmar a Marco… o para convencerse a sí misma.