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Mi Jefe, Mi Destino: Heredera por Error
Mi Jefe, Mi Destino: Heredera por Error
Por: DAISY GARMEN
Capítulo 1 – La oferta inesperada

El ruido de la licuadora, el aroma a pan tostado y el silbido de la vieja cafetera formaban la rutina sagrada de las mañanas de Sofía Méndez. Su vida no tenía lujos, pero sí una calidez que pocos podían presumir. En la modesta cocina de la casa que compartía con sus padres adoptivos, todo olía a hogar.

—Sofi, tu currículum está en la mesa. No se te vaya a olvidar —le dijo doña Carmen, mientras le servía una taza de café con canela.

—Gracias, mamá —respondió Sofía con una sonrisa. A pesar de que Carmen y Rubén no eran sus padres biológicos, jamás le habían hecho sentir otra cosa que no fuera amor verdadero.

Ella no sabía que había sido adoptada. Nadie se lo había dicho. Para ella, los Méndez eran su mundo entero.

Ese día, sin embargo, el mundo de Sofía estaba a punto de dar un vuelco.


Caminó hasta la parada del autobús con su carpeta bien sujeta al pecho. Había aplicado semanas antes a una vacante como asistente ejecutiva en una empresa de la que apenas había escuchado hablar: Blackstone Group. El anuncio había sido intimidante: “Buscamos eficiencia, discreción y carácter. Abstenerse perfiles emocionales o inseguros.”

No era precisamente lo que ella solía proyectar. Pero su mejor amigo Marco —quien siempre la alentaba a romper sus propios miedos— la convenció de intentarlo.

Al llegar a la recepción del edificio, sus pasos titubeantes contrastaban con la elegancia imponente del lugar. Cada rincón brillaba con perfección: mármol blanco, cristal templado, luces tenues y modernas.

—¿Sofía Méndez? —preguntó una mujer vestida de negro impecable. Parecía salida de una revista de moda empresarial.

—Sí… soy yo —respondió ella, sintiéndose diminuta en ese entorno.

—Por aquí. El señor Dávila quiere verla personalmente.

El corazón de Sofía se aceleró. ¿El CEO en persona?


Cuando entró a la oficina más alta de la torre, lo primero que notó fue la vista: la ciudad entera se extendía a través de un ventanal inmenso. Lo segundo… fue a él.

Alto, de hombros firmes, mandíbula marcada y ojos grises como tormenta. Alejandro Dávila era todo lo que Sofía jamás habría imaginado como jefe: intimidante, inalcanzable… y cruel, según los rumores.

Él alzó la mirada, la recorrió de pies a cabeza y frunció el ceño.

—¿Tú eres Sofía Méndez?

—Sí, señor —respondió, tratando de sonar firme.

—Pareces una colegiala, no una asistente.

Sofía apretó los labios. No responder. No temblar.

—Lo que parezco no interfiere con lo que sé hacer —contestó, sin saber de dónde le salía tanto valor.

Alejandro la observó, intrigado. Hubo un breve silencio.

—Empiezas mañana. A las 8:00. No llegues tarde. Odio a la gente impuntual. Y no me gustan las sorpresas —dijo, como si estuviera dictando sentencia.

Ella asintió, sin creer lo que acababa de pasar.

—Una cosa más —agregó Alejandro, antes de que ella se diera la vuelta—. Aquí nadie es indispensable. No te emociones.


Esa noche, en su pequeña habitación con paredes cubiertas de libros y frases inspiradoras, Sofía lloró en silencio. No de tristeza, sino de miedo. ¿Estaba preparada para ese mundo?

Marco la llamó por videollamada.

—¿Y? ¿Cómo te fue?

—Me contrataron.

—¡¿Qué?! ¡Sofi, eso es increíble! —exclamó él, sonriendo.

—No sé si estoy feliz o aterrada.

Marco la miró con ternura desde su pantalla.

—Yo sé que puedes con eso y más. Tú eres más fuerte de lo que crees. Y si ese tal Dávila se pasa de listo… me voy hasta allá a romperle la cara.

Ella rió entre lágrimas.

—Gracias, Marco.

Él se quedó callado un momento. Luego dijo, con voz suave:

—Tú sabes que yo siempre estoy aquí… ¿no?

Sofía asintió, aunque en su interior una parte de ella sabía que el cariño de Marco iba más allá de una amistad. Y eso la hacía sentir culpable. Porque, aunque lo quería muchísimo, su corazón… no latía fuerte por él.


Al día siguiente, Sofía se presentó puntual. Vestía su única blusa blanca de botones y una falda lápiz azul marino que había arreglado ella misma. Al verse en el reflejo del elevador, pensó que no se veía tan mal.

Pero apenas cruzó la puerta de la oficina, todo volvió a pesar.

Alejandro estaba revisando unos documentos y ni siquiera levantó la vista cuando ella saludó.

—Sírveme un café. Solo, sin azúcar. Que no esté hirviendo. Y repasa estos contratos. Quiero tus anotaciones a las 10.

Ella lo hizo. Y lo hizo bien. Pero él seguía encontrando algo que criticar.

—¿Quién te enseñó a organizar agendas? ¿En una papelería?

—Lo corregiré, señor —respondió sin levantar la voz.

—Más te vale. No estoy aquí para educarte.

Así fueron las primeras dos semanas. Él parecía disfrutar haciéndola sentir inútil. Pero algo en su mirada decía otra cosa.

A veces, en las reuniones, sus ojos se desviaban hacia su boca mientras ella hablaba. O bajaban lentamente por su cuello cuando creía que nadie lo notaba. Una vez, incluso, le rozó la mano al entregarle un folder. El contacto duró más de lo necesario. Y ninguno dijo nada.


La tercera semana, conoció a Victoria.

Alta, de cabello oscuro, labios rojos perfectos y perfume caro. Llegó sin avisar, abrazó a Alejandro por detrás y lo besó en la mejilla.

—Mi amor, ¿vamos a cenar hoy? —le dijo, ignorando a Sofía por completo.

—Estoy ocupado —respondió él, sin devolverle el gesto.

Sofía bajó la mirada. Pero Victoria la notó.

—¿Y tú eres…? ¿La nueva ayudantita? —preguntó con veneno en la voz.

—Soy la asistente ejecutiva del señor Dávila —contestó Sofía con educación.

Victoria la miró de pies a cabeza, como si la evaluara.

—Qué curioso. Tienes cara de niña buena. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? ¿Diecisiete?

—Veintidós.

—¿Y ya trabajas aquí? ¡Qué eficiente! Seguro te enseñan muchas cosas… —dijo, clavando una mirada en Alejandro.

—Victoria, basta —intervino él.

Ella se fue, pero dejó tras de sí una tensión insoportable.


Esa noche, Sofía caminó de regreso a casa más tarde de lo habitual. El cielo estaba despejado, pero su corazón estaba nublado. No sabía si aguantaría mucho tiempo más en ese lugar… o frente a ese hombre que comenzaba a colarse en sus pensamientos.

Porque aunque era cruel…

Aunque era imposible…

A veces, cuando sus ojos se ablandaban… Sofía sentía que Alejandro Dávila tenía un dolor que no sabía cómo esconder.

Y eso, la conmovía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

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