Marco siempre había sido un hombre paciente.
Desde niños, cuando Sofía se caía de la bicicleta o llegaba llorando porque otra niña la había empujado, él era el que la levantaba, el que la defendía, el que se quedaba en silencio mientras ella hablaba de sus sueños, de sus miedos, de sus ganas de escapar.
Y ahora, después de años de acompañarla sin pedir nada, la veía alejarse. Cada día un poco más.
La mujer que había dejado entrar en su corazón sin que ella lo supiera, ahora era un misterio. Una sombra dulce, distante, con los ojos en otro lugar. En otro hombre.
Alejandro Dávila.
Marco no necesitaba saber mucho para odiarlo. Le bastó verlo una vez, en una entrega de informes a domicilio, para reconocerlo como lo que era: un depredador elegante, un hombre que no sabe cuidar lo que toca… solo poseerlo.
Pero Sofía no lo veía. O no quería verlo.
Y eso lo estaba matando.
Esa noche, Marco pasó por la casa de Sofía con la excusa de devolverle una libreta. Ella estaba distraída, nerviosa. Algo