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Capítulo 3 – El juego del poder

El aire acondicionado estaba tan fuerte que Sofía sentía los dedos entumecidos mientras escribía el resumen ejecutivo que Alejandro había solicitado sin previo aviso. Eran las 6:43 a.m., y llevaba en la oficina desde las seis. Si algo había aprendido en sus primeras semanas era que Alejandro Dávila no perdonaba ni el más mínimo retraso. Y no daba segundas oportunidades.

Él entró puntual, como un reloj suizo. Impecable en su traje oscuro, el cabello perfectamente peinado hacia atrás, un aura de poder que parecía llenar toda la oficina apenas cruzaba la puerta. Ella se puso de pie automáticamente, pero él no le dirigió ni una mirada. Solo dejó su portafolio sobre el escritorio y dijo:

—Café. Solo. 65 grados. Si hierve, lo tiras.

Sofía asintió y caminó hacia la cafetera con los nervios al límite. No sabía cómo, pero siempre encontraba una forma de hacerle sentir que no era suficiente.

—Y no olvides el resumen. Lo quiero en mi escritorio en veinte minutos —añadió sin volverse.

—Sí, señor.

Mientras se alejaba, sintió su mirada en la espalda. No supo si era su imaginación o si realmente él disfrutaba verla tropezar con la tensión.


A las ocho, el ambiente se cargó aún más. Había reunión de consejo directivo y Alejandro, como siempre, se preparaba como si fuera a la guerra. Sofía organizó sus documentos, sus carpetas, sus tablets. Todo estaba ordenado al milímetro.

Y entonces llegó Victoria.

Con vestido escarlata ceñido al cuerpo y tacones de vértigo. No tocó. Solo entró, como si el mundo le perteneciera.

—Ale, mi amor, pensé que podía pasar a desearte suerte —dijo, caminando hacia él como una pantera.

Sofía se apartó a un lado, pero Victoria la ignoró por completo.

—Estoy trabajando —respondió él sin emoción.

—Siempre estás trabajando —replicó ella, en tono quejumbroso—. ¿Ni un beso?

Alejandro ni se movió.

—No es el momento.

Victoria giró lentamente hacia Sofía.

—¿Y tú? ¿Tienes novio, querida?

Sofía se tensó.

—Eso no tiene relevancia en el contexto laboral.

Victoria soltó una risa venenosa.

—Claro que no. Aún. Pero no te preocupes. En esta empresa todo se sabe… tarde o temprano.

Y con una sonrisa falsa, le guiñó un ojo y salió sin más.


Apenas se cerró la puerta, Alejandro rompió el silencio.

—No respondas a provocaciones. Victoria puede ser muchas cosas, pero no es tonta.

—Lo sé —dijo Sofía, en voz baja.

—Entonces compórtate como si supieras. No me gusta el drama en mi oficina.

Ella asintió, apretando los labios.

—¿Y mi resumen?

—Aquí está —respondió, entregándoselo con ambas manos.

Él lo tomó y lo leyó en silencio durante casi tres minutos. Cada segundo fue una eternidad.

—Aceptable —dijo al fin—. Aunque podrías profundizar en la proyección de flujo.

Sofía anotó de inmediato.

—Y revisa los contratos de importación. Hay algo que no cuadra.

—¿Qué parte?

Él la miró directamente. Con frialdad.

—No lo sé. No es mi trabajo encontrarlo. Es el tuyo.


Al mediodía, Alejandro salió a una junta externa. Sofía aprovechó para comer en su escritorio. Clara, su nueva aliada, pasó de camino y le dejó un chocolate.

—Aguanta. Nadie sobrevive a Dávila el primer mes sin llorar al menos una vez.

Sofía sonrió con tristeza.

—Ya voy por la tercera.


Esa noche, ya casi a las nueve, Sofía aún estaba frente al monitor. Alejandro no había vuelto, pero le había dejado instrucciones por mensaje: “Quiero un comparativo con la competencia. En mi escritorio mañana antes de las 7:30. Úsalo para aprender algo.”

El mensaje era tan arrogante como todo en él. Pero Sofía se negaba a rendirse.

Fue entonces cuando recibió una videollamada. Marco.

—¿Todavía en la oficina?

—Sí. Tengo que entregar algo mañana temprano.

—¿Y ese tipo qué? ¿Te trata bien?

—Define “bien”.

Marco frunció el ceño.

—Sofi… no me gusta esto. Ese tipo te está consumiendo.

Ella suspiró.

—Es complicado, Marco. No es que me guste. Pero tampoco es odio. Es como si… me empujara a ser mejor.

—¿Y eso lo hace menos tóxico?

Ella guardó silencio. No tenía una respuesta.


A las 9:28, Alejandro entró de nuevo en la oficina. Ya todos se habían ido. Solo la luz tenue del pasillo iluminaba el lugar.

—¿Sigues aquí?

—Estoy terminando el comparativo que me pidió.

—Pensé que habrías huido.

—No soy de huir.

Alejandro la observó. Su rostro estaba cansado, pero sus ojos… sus ojos tenían ese fuego silencioso que a Sofía le quemaba por dentro.

—¿Sabes? Las mujeres como tú no duran aquí. Se rompen. O se van.

—¿Y usted quiere que me vaya?

Un silencio denso.

—No. Quiero que resistas. Y que aprendas a pelear con clase.

Dicho eso, se acercó más. Sofía sintió su corazón golpearle el pecho.

—Pero nunca olvides esto, Sofía —dijo, inclinándose apenas—: este mundo no es para los débiles. Y yo no soy un héroe.

Y sin esperar respuesta, se alejó hacia su despacho, cerrando la puerta con suavidad.

Sofía se quedó sola, con la piel erizada y la mente hecha un nudo.

Ese hombre era un infierno. Uno que, sin querer, comenzaba a consumirla.

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