Capítulo 3 Fotos
Olivia

Estaba a punto de marcharme, con los ojos ardiendo por las lágrimas, cuando la voz de la maestra me detuvo.

—¡Espere un momento, por favor! —Se acercó apresuradamente, con su rostro lleno de preocupación—. Creo que deberíamos aclarar bien esta situación.

Mis pies parecían de plomo mientras me giraba. Los susurros no habían cesado, aunque ahora llevaban una nota de incertidumbre.

—Óscar —lo llamó la maestra con voz firme—. Ven aquí ahora mismo.

Mi hijo se acercó arrastrando los pies, lanzando miradas molestas en dirección a Raquel, quien seguía junto al columpio.

La maestra se agachó, y, con dulzura pero con seriedad, le dijo:

—Óscar, quiero que pienses muy bien en lo que estás diciendo. Esto es muy importante. ¿Estás absolutamente seguro de lo que afirmaste?

—¿Por qué todos me preguntan lo mismo? —protestó Óscar, con su voz alzándose con frustración—. ¡Ya dije que Raquel es mi mamá! ¡Ella viene a buscarme todos los días! ¡Me ayuda con la tarea! ¡Me prepara bocadillos especiales! —Señaló con el dedo hacia mí—. ¡Esa señora solo aparece diciendo que es mi mamá, pero no lo es! ¡No la conozco!

Cada palabra era un cuchillo retorciéndose en mi pecho. ¿Dónde estaba ese niño dulce que corría hacia mí por un raspón o una pesadilla?

—¡Óscar Jaime Valdés!

La voz de Diego retumbó en el patio como un trueno. No lo había oído acercarse.

El rostro de nuestro hijo palideció al ver a Diego aproximándose con paso firme, y una expresión furiosa.

—¿Qué crees que estás haciendo hablando así de tu madre?

—Pero, papá... —intentó excusarse Óscar.

—No —lo interrumpió Diego con severidad—. Raquel es mi secretaria, y nada más.

Acto seguido, se giró hacia el grupo de padres y maestros que nos observaban y aclaró:

—Les pido disculpas por la confusión. Sí, Raquel nos ayuda recogiendo a Óscar, cuando mi esposa —que es su verdadera madre—, está ocupada con sus responsabilidades como Jefa de Sanación. Por eso quiero dejar claro frente a todos que Raquel no es su madre. Me sorprende escuchar que haya permitido que alguien piense lo contrario.

En ese momento, Raquel se acercó, visiblemente nerviosa, y, por primera vez, noté una expresión temblorosa en su rostro mientras miraba a Diego con una mirada suplicante.

—Lo siento, Diego… Por favor, escúchame. Óscar no lo dijo con mala intención...

Pero Diego ya la había visto y la furia en su rostro era palpable.

—Raquel, vuelve a la oficina, ahora mismo. Hablaremos de tu... exceso de confianza más tarde. Y que quede claro, si algo así vuelve a ocurrir, tendrás que buscarte un nuevo empleo. Mantente alejada de mi hijo.

La compostura perfecta de Raquel se resquebrajó.

—Diego, yo nunca quise...

—Te dije que te fueras, Raquel —le ordenó Diego, sin dejar espacio para discusión.

Vi cómo las lágrimas llenaban sus ojos. Se las secó apresuradamente, pero antes de hacerlo, capté en su mirada un destello que me revolvió el estómago.

Diego se giró hacia Óscar, y, con voz implacable, le dijo:

—Y en cuanto a ti, mocoso… Tú y yo tendremos una conversación muy seria sobre el respeto y la honestidad cuando lleguemos a casa.

El labio de Óscar tembló.

—Pero Raquel dijo...

—No me importa lo que haya dicho Raquel —lo interrumpió Diego con frialdad—. Esta mujer que ves aquí es tu madre. Tu única madre. Ella es la que te dio la vida; te ama más que a nada en este mundo. Y la tienes que tratar con el respeto que se merece.

Poco a poco, los padres comenzaron a dispersarse. Ahora los murmullos eran de compasión en lugar de acusación. La maestra se acercó a mí y me tomó el brazo con suavidad.

—Lamento mucho la confusión, señora Valdés. Si quiere hablar de esto...

Pero no pude quedarme. No soportaba ver la lástima en sus ojos, ni la rebeldía que aún chispeaba en los de Óscar. Por lo que, rápidamente, conduje a casa en un estado de completo aturdimiento, con las lágrimas nublándome la vista. ¿En qué momento había perdido a mi hijo? ¿Cuándo fue que Raquel comenzó a ocupar el espacio que me pertenecía en su corazón?

Casi sin pensarlo, me encontré en la habitación de Óscar. Ver sus juguetes, sus libros, sus pequeños zapatos alineados junto a la puerta fue demasiado.

Comencé a sacar cajas del armario. Saqué la ropa de bebé que había conservado con cariño, la diminuta pulsera del hospital del día en que nació, la manta azul sin la cual no podía dormir hasta los tres años. Cada objeto era un recuerdo… El enterizo amarillo con el que había dado sus primeros pasos, el pequeño suéter que llevaba en su primera foto de la manada…

Yo había estado allí para cada momento. Cada logro, cada lágrima.

Pensando en esto, desplegué cada prenda con sumo cuidado, alisando las arrugas. Luego encontré los álbumes de fotos. Eran páginas y páginas de recuerdos. La primera sonrisa de Óscar, su primer diente, el día que aprendió a escribir su nombre.

Mis manos temblaban al abrir otra caja, repleta de manualidades escolares. Tenía tarjetas de papel cubiertas de brillantina, pavos reales hechos con huellas de manos, una tarjeta del Día de la Madre del año anterior que decía: «Para la mejor mamá del mundo».

¿Qué había cambiado? ¿Cómo había pasado de ser la mejor mamá del mundo a ser una extraña a quien mi hijo «desconocía» en público?

En el fondo de la caja, mis dedos rozaron algo distinto: un sobre desgastado escondido bajo años de recuerdos.

Dentro había una pila de fotos que nunca había visto. Y mi corazón se detuvo.

Eran fotos de Diego y Raquel juntos cuando eran más jóvenes. Claramente se veían enamorados.

Algunas fotos eran de salidas en grupo, con ellos abrazados por la cintura. Otras eran más íntimas, como por ejemplo cocinando juntos, abrazándose al atardecer, besándose. Incluso, había una foto de Diego usando un delantal mientras cocinaba.

Mis manos temblaban cuando saqué el último objeto. Era una carta, de hacía seis años.

Mi querida Raquel,

Sé que esto no es lo que planeamos. Olivia está embarazada. Como compañeros destinados, se espera que complete el ritual de unión de parejas. Pero quiero que sepas esto, si tú me aceptas, cancelaré todo. Esté embarazada o no, seamos parejas destinadas o no, yo te elijo a ti. Siempre te he elegido a ti.

Por favor, di que te quedarás conmigo.

Por siempre tuyo,

Diego.

La carta resbaló entre mis dedos entumecidos, cayendo entre los restos dispersos de la infancia de mi hijo, entre los fragmentos de una vida que yo creía que era mía.

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