Afuera, el sol brillaba con intensidad dorada. Era pleno verano en la capital; los rayos solares quemaban y el aire se sentía pesado y seco.
Dentro del carro, Miranda seguía con el saco de Guillermo cubriéndole la cabeza, sin decir una palabra.
Él no le prestaba atención; estaba ocupado en una llamada con unos socios.
Apenas terminó la llamada de trabajo, entró otra de la casa. Echó un vistazo al identificador, luego una mirada de reojo a su esposa, y activó el altavoz.
—Guillermo, ¿ya recogiste a Miranda?
Al oír la voz vigorosa de la abuela Aranda, las orejas de Miranda se irguieron al instante.
Guillermo emitió un sonido de afirmación.
—Sí, ya está conmigo.
Al otro lado de la línea, la señora Aranda insistió:
—Pues apúrense en venir, ¿eh? Doña Sara preparó un montón de platillos, ¡todos los que les gustan!
“Un momento… ¿Ir a comer a la casa del callejón? ¿Así como estaba, hecha un desastre y apestando?”
Salió de debajo del saco como un resorte y comenzó a negar frenéticamente con la