Miranda llevaba un turbante para secar el cabello y el cuerpo apenas cubierto por una toalla de baño. Sin maquillaje, su piel lucía impoluta y translúcida, con un ligero rubor rosado producto del vapor. Sus clavículas, brazos y pantorrillas eran blancos, tersos y esbeltos; una combinación de inocencia y sensualidad.
Caminó descalza hacia él y se le acercó deliberadamente.
—A ver, huéleme. ¿Todavía huelo mal?
No sabía si era una paranoia provocada por el miasma del baño de hombres, pero seguía sintiendo que todo su cuerpo apestaba.
La voz de Guillermo sonó un poco más grave.
—Sí.
—¿Ah?
De inmediato, quiso inclinarse para olfatearse de nuevo.
Guillermo llevaba días sin desahogarse y no pudo resistir la tentación. Se le marcó la nuez al tragar saliva; de pronto, la rodeó con los brazos, la apretó contra su cuerpo y deslizó una mano por su espalda, desde la columna hasta el coxis, mientras le susurraba al oído:
—¿Intentas sobornarme?
—¿De qué hablas?
“¿Qué lógica era esa?”
Su mente se que