Me zafé de su agarre con un manotazo.
—Estás enfermo —espeté, la voz envenenada por algo peor que la rabia: un temblor visceral, nacido del miedo.
Miedo porque esa expresión suya... esa expresión que conocía demasiado bien, había vuelto. La misma mirada implacable, posesiva y controladora que solía tener cuando me dominaba, cuando me follaba hasta quebrarme. Y verla otra vez... desestabilizó mis nervios.
Me incliné hacia la puerta del auto, tirando del seguro rápido.
—¿A dónde vas?
—Tengo cosas pendientes.
—No tienes nada pendiente —zanjó él.
—Olvidé mi cartera. Voy a buscarla —mentí, la vista fija en la manija.
Silencio.
Lo escuché moverse un poco en su asiento. Bajó el vidrio unos centímetros. Afuera, el sonido alertó a Thomas, que captó la orden.
—Thomas irá por ella.
—No. —le corté—. Tengo que cerrar un par de cosas.
Se quedó quieto.
—No regreses a ese edificio. No tienes nada que buscar allí.
—Y tú no tienes autoridad para prohibirme nada.
Su mandíbula se tensó. As