Maldije por milésima vez en mi mente, mis dientes apretados y la mirada perdida más allá del ventanal del avión. El cielo estaba claro, pero mi cabeza era una tormenta.
Volvíamos a casa. A la mansión. Con solo cinco días de luna de miel encima, y diez más que nos esperaban. Pero no. Tenía que pasar. Tenían que ser ellos. ¿Quién más lo haría? Solo ellos tienen la desfachatez de llegar tan lejos, incluso después de todo lo que me hicieron. Son capaces de negar por completo lo evidente: que lo único que hice fue huir. Escapar de ese infierno que me consumía viva.
Leo no decía nada. Tenía una mano sobre la mía, fuerte, tibia. Pero yo apenas podía sostenerle la mirada.
—Cuando lleguemos, dormirás un poco —me susurró.
Asentí, incapaz de formular palabra.
Thomas nos recibió pasada la medianoche. Su expresión rígida. Leo le lanzó una mirada que pedía respuestas.
—La policía ha venido dos veces —informó, mirándome directamente—. Están buscando hablar con usted. Dicen que es urgente.
—¿Qu