—No pienso tolerar esto más —escupió de pronto—. Dora queda despedida. Gerhard también.
Giré hacia él, tratando de contenerlo.
—¿Estás escuchándote, Leo? Dora no hizo nada. Ella lo recibió como a un pariente, ¿qué más podía pensar? —lo enfrenté—. Incluso envió un mensaje avisándome, que estaba en el despacho, no alcancé a leerlo. Y Gerhard estaba abajo, aparcando, ordenando las cajas con las bolsas de Navidad. Le pedí que lo hiciera. ¿Qué culpa tiene él de todo esto?
—Estuviste expuesta —susurró, pasándose la mano por el cabello.
—Por fortuna no pasó nada —murmuré, acariciando su rostro—. Amor, tranquilízate.
Leo exhaló, aún tenso, pero consciente de que descargaba su furia sobre quienes no tenían culpa. Con un gesto seco ordenó a Dora retirar las rosas negras; ella, con la cabeza baja, obedeció al instante y salió del despacho con el jarrón. Me volví hacia Gerhard.
—Gerhard, por favor. Ve adelantándote con las compras, volveré junto a Leo —le pedí.
—Sí, señora —asintió antes de retir