Mundo ficciónIniciar sesiónMiriam Douglas es la universitaria con mayor índice académico de la facultad de negocios, es una mujer inteligente y ejemplar, nadie podría imaginarse que, por las noches, esta prodigio de los negocios ensucia su cuerpo para poder pagar los gastos de sus estudios. No, no es que le entre a las luchas en lodo; por las noches, nuestra protagonista se gana la vida como trabajadora sexual en uno de los burdeles vip más visitado del sur de Londres. Miriam es la ranita más solicitada del burdel que lleva de nombre: La rana que baila. ¿Será que Miriam logrará salir de aquel mundo sin ser reconocida como una trabajadora sexual en el sector empresarial? Este libro es el segundo de una saga, es una precuela de la historia: De Monja A Mafiosa. Cronológicamente, esta historia va primero.
Leer másNo recuerdo que fecha era, si era de día o de noche, no lo sé, quizás llovía y creo que hasta hacía un poco de frío… bueno, tampoco estoy segura. Lo que sí recuerdo con claridad es que ese día recibí el ultimátum que oscurecería mi vida.
Recuerdo la carta deslizada debajo de la puerta y el sello de la universidad estampado en el sobre, solo eso; así que no me pregunten por el contenido, porque no lo memoricé. Mejor pregúntenme por cómo me sentí, porque aún me estoy sintiendo fatal.
Cada noche, el insomnio se apodera de mí, devorando mis sueños. Me cuesta un mundo esforzarme en los estudios y concentrarme en clase; todo se ha vuelto tan difícil para mí... Hace más de dos meses que intento conseguir un pequeño préstamo, y me siento frustrada al ser rechazada en cada intento de encontrar un trabajo. Aceptaría cualquier cosa, no importa qué, necesito con urgencia algo que me ayude a pagar el alquiler de este apartamento y las cuotas atrasadas de la universidad. Si no lo logro, no podré volver a clases y podría perder mi lugar en la ceremonia de graduación de este año. Según decía la carta, la universidad no me dará más plazo para pagar; solo tengo diez días para abonar, al menos, la parte más atrasada de mi deuda.
Otra noche más en la que el sueño me elude. Dar vueltas en la cama no sirve de nada, así que decido levantarme y vestirme para salir: un suéter de lana lila con el logo de Gucci bordado en el pecho, unos jeans ajustados hasta la cintura y unas zapatillas blancas. El reloj sobre mi mesita de noche marca la 1:00 de la madrugada. A estas horas, solo las farmacias y los bares están abiertos. Sé que lo más sensato sería ir a la farmacia y comprar pastillas para dormir, pero no pienso volver a tomarlas; ya lo he intentado antes y no funcionaron. Estos últimos dos días, solo he logrado dormir con las venas embriagadas y los sentidos entumecidos.
Salgo del edificio residencial y al instante me abruma el intenso olor a azucenas que impregna el estrecho y floreado callejón. No entiendo por qué su aroma se intensifica tanto por las noches; me resulta demasiado empalagoso. Jamás podría acostumbrarme, a pesar de llevar años viviendo en esta calle. No ha sido nada fácil permanecer aquí, y no solo por las detestables azucenas, sino también por el alto costo de vivir en Kensington. Resido en una zona lujosa, repleta de elegantes edificios victorianos que deslumbran con su arquitectura sofisticada. Aquí, todos los residentes parecen amar los jardines, y como nadie tiene patio para sembrar, llenan los edificios de macetas y enredaderas llenas de flores. En verano, las malditas azucenas florecen, impregnando todo el callejón con su jodido olor silvestre. Sí, tengo un pequeño problema con el olor de las azucenas, pero tengo que soportarlo porque estoy cerca del mejor campus de negocios de todo Londres. Vale la pena, ya que no me toma mucho tiempo llegar a la universidad.
Mientras camino por el callejón, recuerdo aquellos tiempos en los que tenía un empleo y podía costearme esta vida. Fueron solo cuatro meses viviendo como una asalariada feliz. Ahora soy una de esas personas que se ven obligadas a juntar todos los pedacitos de jabón para formar uno nuevo. Cada vez que salgo del baño, termino oliendo a una extraña mezcla de vainilla, avena, lavanda, rosas y aloe vera.
Camino un par de cuadras y me detengo frente a la puerta del bar que frecuenté ayer. En mi mente resuena la nota mental que guardé después de salir corriendo de este lugar: no iniciar conversaciones sobre política en un bar lleno de borrachos. Recuerdo que, minutos después, estalló la madre de todas las trifulcas y el dueño se vio obligado a cerrar el lugar más temprano de lo normal.
«Mejor no entro, seguro el bartender aún recuerda mi cara».
Dejo atrás aquel bar y continúo avanzando bajo la luz de la luna, rumbo a un bar holandés que visité hace unos días. La calle está desierta, por lo que avanzo con cautela en cada paso. No dejo de observar a mi alrededor, consciente de que en cualquier momento podría aparecer un asaltante, y no tengo nada para defenderme. Mi valentía parece haberse quedado en el callejón junto con las azucenas.
Por suerte, llego sana y salva frente a la puerta del bar holandés. Hoy veo más autos estacionados a lo largo de la acera, muchos más de lo normal. Levanto la mirada y noto un gran letrero pintado en tela sobre la entrada.
—Vive la final de la Eurocopa 1988 —leo en voz baja.
Cierto, recuerdo que durante la tarde, en la clase de contabilidad, escuché a unos compañeros hablar sobre el partido final de la Eurocopa. Comentaban que Países Bajos estaba jugando contra la Unión Soviética y que Países Bajos iba ganando.
«El bar debe estar repletos de holandeses alborozados… Fantástico».
Entro en el bar y la algarabía holandesa estalla, sacudiendo cada fibra de mis tímpanos con gritos y cánticos alegres. A duras penas logro distinguir el enérgico rock «When It's Love» de Van Halen entre el estruendo; el volumen de la felicidad de los holandeses supera cualquier otra cosa en el ambiente. Es comprensible, después de todo, cualquier europeo estaría extasiado tras la victoria de su país en la final de una Eurocopa.
Cuerpos sudorosos y rostros sonrojados, marcados por la ingesta de alcohol, llenan el aire con un aroma a cebada germinada y tabaco con menta. Mientras me abro paso entre la multitud, comienzo a sentirme incómoda bajo las miradas lujuriosas que se posan sobre mí.
—Mi amor, ¿necesitas compañía? —susurra alguien cerca de mi oreja. No puedo evitar sentir repulsión ante su aliento alcohólico.
—Mantente alejado de mí —adviento, mirándolo de reojo, y continúo avanzando, dejándolo atrás.
Es complicado moverse entre la multitud; hubiera preferido encontrar el bar vacío, pero no importa, esto es lo más cercano que tengo para olvidarme de todo por un rato.
Al llegar a la barra, ocupo uno de los taburetes libres y espero a que el bartender termine de atender a las personas que llegaron antes que yo.
Un par de minutos después, el bartender finalmente dirige su atención hacia mí.
—Señorita, ¿qué le sirvo? —me pregunta el bartender.
—La mejor cerveza holandesa que tengas.
—No se diga más. —Me guiña un ojo y se vuelve hacia el barril para servirme el trago.
El bartender coloca el espumoso vaso frente a mí y yo lo levanto de la barra, ansiosa por dar mi primer trago. No es la primera vez que pruebo esta cerveza; es deliciosa y lo mejor de todo, pega rápido.
—Yo... no puedo mantenerte alejada, muñeca —percibo de nuevo el mismo aliento alcohólico llegando tras mi nuca.
«¡Qué asco!»
Volteo para enfrentarlo con un gesto de repulsión inevitable, solo para encontrarme con el mismo borracho de hace un rato.
—Aléjate de mí, imbécil —exijo entre dientes, tratando de mantener mi compostura.
De repente, el hombre sonríe inesperadamente.
—¡Feliz año nuevo, hermosa! —grita, intentando ser seductor mientras levanta su trago en el aire.
«Borracho de m****a, estamos en junio. Seguramente ya ha olvidado hasta su nombre».
condenado, pero debo aceptar que sí hay algo en él que me resulta curioso: es increíble como los iris de sus ojos se distancian uno de otro, el iris derecho al este y el izquierdo al oeste… Y no creo que esté bizco.
—Sabes, la persona que está escribiendo la historia de mi vida debe estar igual de borracha que tú.
Se queda tambaleando y sonriente frente a mí, como si no hubiese percibido mis últimas palabras. Yo lo ignoro por completo y vuelvo mi mirada hacia el apuesto bartender al otro lado de la barra.
De repente, siento unos brazos robustos y sudorosos rodeando mi cintura.
—Quiero que te vengas conmigo esta noche —el borracho susurra en mi oído.
Su atrevimiento me asusta tanto que mi enojo se convierte en acción. Termino dándole un codazo en la nariz. El borracho holandés pierde el equilibrio y cae al suelo, con las manos en el rostro y retorciéndose de dolor. Intento alejarme de la escena, pero soy interceptada por otros dos hombres igual de grandes que él. Uno de ellos me agarra del cuello del suéter y con brusquedad me jala hacia su rostro frenético.
—Hija de perra —me insulta mientras se mantiene viendo dentro de mi suéter—, te crees muy machita para golpear a mi amigo ¿eh?
«Mierda... Estoy en problemas».
Una delicada y alargada mano femenina sorprende al agarrar el brazo del borracho, mostrando claras intenciones de detener la agresión hacia mí.
—Quita tus callosas manos de esta perfecta réplica Gucci —dice la mujer al referirse a mi sweater.
Fijo mis ojos en ella, en la espléndida rubia de ojos claros que está de pie a mi lado. Tiene una larga cabellera perfectamente cuidada y viste ropa oscura de cortes finos, claramente costosa. Irradia seguridad, podría tener unos treinta años.
—Señora Hikari... —El borracho suelta mi suéter y muestra un gesto de temor ante la presencia de la mujer—. Disculpe, señora, no sabía que era su amiga.
Todas las personas presentes, con admiración en sus rostros, dirigen su atención hacia ella, y se percibe claramente la ola de respeto que la rodea. Esta mujer debe ser alguien de gran importancia.
—¿Acaso ignoras que tengo el poder de sacarte de este bar? —le increpa.
—¡Sí, señora! —responde el hombre, visiblemente intimidado.
—Entonces espero que no vuelvan a siquiera mirarla. Si continúas mirándola de esa forma tan lasciva, harás que sus enormes pechos parezcan pezones al vacío.
La rubia sacude su mano para indicarles que se alejen y ellos obedecen al instante. Agarran al borracho que está tirado en el suelo y lo arrastran hasta desaparecerlo de nuestra vista.
Aquella mujer vuelve hacia mí, y es ahora cuando sus ojos conectan con los míos. Su rostro rudo se transforma en una amplia sonrisa que podría relajar hasta a la persona más tensa, como si con ello me asegurara que todo va a estar bien.
—No sé cómo lo hiciste, pero gracias —le agradezco, tomando luego un gran respiro.
—Si conocieras quién soy, sabrías que no necesitaba hacer mucho —responde con cierto donaire mientras extiende su mano—. Soy Murgosia Hikari, aunque puedes llamarme Murgos.
—Mucho gusto, Murgos —estrecho su mano y me presento—. Soy Miriam Douglas.
—Miriam, como tu salvadora, deberías agradecerme haciéndome compañía en lo que resta de la noche. No siempre veo chicas de porte elegante en este bar —propone con una sonrisa pícara.
—¿Me estás coqueteando, Murgos? —pregunto, dejando entrever una sonrisa coqueta.
—Ya quisieras, mendiga de media noche —responde en tono jocoso—. No me gusta amasar tortilla, yo prefiero el tabaco de carne.
Murgos suelta un par de risas contagiosas, y yo me uno a ellas. Luego señala hacia la parte alta del bar, hacia lo que siempre ha sido, para mí, el área VIP.
—¿Quieres subir? Podrías conocer a personas muy importantes.
Nunca me han gustado los lugares que huelen a expectativas, y la redacción de la revista es exactamente eso. Apenas cruzo las puertas de cristal, siento una incomodidad suave pero persistente, como un vestido que no termina de quedar bien. La recepción es amplia, luminosa, demasiado pulcra. Las paredes exhiben portadas enmarcadas: mujeres impecables, seguras, poderosas. Mujeres que parecen no dudar nunca de su lugar en el mundo. Yo sí. Digo mi nombre en voz baja, casi como si pedir permiso fuera todavía un reflejo difícil de abandonar. La recepcionista sonríe de inmediato, más de lo necesario. —El señor Whitmore está esperándola —dice, levantándose—. Por favor, acompáñeme. No tengo ni tiempo de acomodar el bolso en mi hombro cuando un ejecutivo aparece al final del pasillo. Alto, elegante, con ese entusiasmo nervioso que solo tienen quienes aman profundamente lo que hacen. —¡Miriam Douglas! Por fin —dice, estrechándome la mano con calidez—. Soy Edward Whitmore, director editoria
Antes de regresar con Danna, Bárbara y yo caminamos hasta la cocina, supuestamente en busca de un vaso de agua. Las dos llevamos el mismo nudo en la garganta, ese que no se va con respiraciones profundas ni sonrisas forzadas. Y, por alguna razón, en vez de ser decentes y tomar agua de la jarra elegante que hay sobre el mostrador, abro la nevera y agarro sin permiso el jarrón de jugo de naranja. Lo sirvo en dos vasos como quien roba un respiro. Bárbara toma un sorbo y suspira, agotada de ella misma. —No soy buena para Danna… —Pero sí para muchas otras cosas. —Para dar vueltas en el tubo —murmura con media sonrisa amarga. —Nunca te he visto. Tendré que comprobar eso. Ella arquea una ceja. —¿Y cuándo pretendes ir a verme? Me quedo pensando, recorriendo mentalmente mi agenda que cada día parece más pesada. Noviembre llegó arrastrando el olor a calabazas, hojas secas y una avalancha de trabajo. La puesta en marcha del Nature Hub tiene a toda la fábrica moviéndose como un enjambre i
Mi auto se detiene frente a la mansión Hikari, y por un momento me quedo contemplando la fachada blanca, impecable, bañada por la luz suave de la mañana. No importa cuántas veces venga, siempre me impresiona. Parece diseñada para que cada visitante recuerde exactamente quién es la familia que reina aquí dentro. Bárbara camina a mi lado en silencio. Trae entre las manos un pequeño paquete envuelto en azul pálido: un regalo para Alexis. Sé que lleva toda la semana eligiéndolo, fingiendo que no le importaba mucho la visita… aunque yo la conozco demasiado bien como para creerle esa actuación. Danna abre la puerta antes de que toquemos. Su sonrisa ilumina todo. —¡Por fin llegaron! —susurra Danna, emocionada, mientras se acerca a nosotras—. Tienen que verlo, Alexis está de un humor precioso hoy. Nos recibe con un abrazo cálido, primero a mí y luego a Bárbara, como si quisiera envolvernos a ambas en esa misma alegría que trae cargando desde que nació el bebé. Apenas cruzamos el vestíbulo
Deynna Hikari, erguida en el centro junto a la gran fuente, irradia elegancia mientras da un discurso frente a las cámaras. Habla de innovación, de compromiso con la naturaleza, de cómo el Nature Hub representa «una nueva era para la familia Hikari y su legado en el Reino Unido». Cuando menciona mi nombre, los que la rodean aplauden. Deynna me hace señas para que vaya con ella. Me siento expuesta, emocionada, y al mismo tiempo, en paz. Es mi momento. Camino hacia el frente y atravieso el mar compacto de cuerpos y murmullos; cada paso vibra dentro de mí, superando incluso el pulso de la música. Las luces me ciegan por segundos, los flashes me persiguen y mi respiración se acelera. Me repito que estoy bien, que merezco estar aquí. Aun así, la presión de tantas miradas me oprime el pecho. No es miedo, es vértigo: el de saber que todo lo que soñé alguna vez está ocurriendo justo ahora, ante millones de ojos. Tomo el micrófono. Mi voz tiembla apenas, pero se mantiene firme. —Gracias, De
A veces la vida te da pequeñas señales para detenerte, para mirar con atención las sombras que se esconden entre los papeles. Desearía poder detenerme a investigar un poco más, pero no puedo distraerme…, no ahora. Estoy en el punto más decisivo de mi carrera. Esta es la última fase del proyecto Nature Hub, aquel invernadero que solo existía en mis desvelos de principio de año, y que hoy se alza imponente, real, justo a un lado de la fábrica. Ahora es tiempo de decorar, de plantar, de dar vida. Durante todo el mes de septiembre apenas he visto a Gabriel. Está envuelto en «asuntos familiares», según dice. No he querido insistir. Sé que algo se mueve en su entorno, y aunque mi curiosidad quema, tengo demasiado en qué pensar. Y así, sin notarlo, yo me convierto en el remplazo momentáneo del CEO. Cada día llego más temprano, reviso contratos, me reúno con los directores de cada departamento, superviso las obras, verifico el estado de las estructuras del invernadero, el avance del sistem
Los primeros días de Danna como madre son un caos encantador. A veces me pregunto cómo logra mantenerse de pie, con tantas horas sin dormir, con un bebé que parece tener un radar para llorar justo cuando ella empieza a cerrar los ojos. Pero lo hace. Y lo hace con esa mezcla suya de dulzura y carácter que siempre me ha dejado admirada. Bárbara y yo la visitamos con frecuencia. Bueno, para ser más exacta, yo logro que la visitemos con frecuencia. Tener a Gabriel de mi lado facilita las cosas; basta con pedirle que me lleve a la mansión Hikari y él, sin protestar, me abre las puertas del auto y del mundo entero si se lo pido. Danna siempre se alegra al vernos, y Bárbara no puede contener la emoción cada vez que carga a Alexis. Se le nota en los ojos, ese brillo que mezcla amor, miedo y un poco de incredulidad. Es una escena tierna… demasiado tierna para el tipo de vida al que estoy acostumbrada. Septiembre llega con una calma aparente. Las visitas a la mansión se vuelven una rutina que
Último capítulo