Me ofreció su mundo pero nunca me dio su corazón
Me ofreció su mundo pero nunca me dio su corazón
Por: Melissa
Prólogo

Prólogo – El aniversario que lo destruyó todo

Por Rebeca Miller

La casa estaba en silencio. Solo el tic-tac del reloj en la pared rompía la calma.

Caminaba de un lado a otro en nuestra habitación, deteniéndome cada tanto para acomodar el mantel blanco que había elegido con tanto cuidado. La mesa estaba perfecta: platos de porcelana, copas relucientes, pétalos de rosa rojos que caían sobre el cristal como si fueran caricias atrapadas en el tiempo. Las velas titilaban suavemente, proyectando sombras largas y cálidas. El aroma de su platillo favorito aún flotaba en el aire.

Me había puesto esa lencería roja. La más atrevida. La que pensé que encendería algo en él. El espejo me había devuelto una imagen que intentaba ser sexy, provocativa… pero debajo del encaje, yo solo era una mujer desesperada por salvar un matrimonio que nunca debía empezar.

Globos dorados. Cintas. Un pequeño cartel que decía: “Feliz primer aniversario” . Todo tan tierno, tan ingenuo. Como yo.

Los nueve.

Los diez.

Las una vez.

Nada.

Me senté frente a la mesa. Sirví dos copas de champaña. Solo una se vació. Luego, otra. Y otra más. Las velas empezaron a apagarse solas, derretidas por el tiempo… como yo.

A la medianoche, la comida que había cocinado con esperanza comenzó a enfriarse.

A la una, las lágrimas ya habían corrido todo el maquillaje.

A las tres de la madrugada, la puerta finalmente se abrió.

Él entró. Charles.

Alto. Elegante. Ni una pizca de culpa en su rostro. Ni una palabra.

Se quedó parado, observando. La mesa aún decorada. Las velas ya consumidas. Los globos medio desinflados. Y yo... con la lencería arrugada, los ojos hinchados de tanto llorar, el labial corrido, la piel helada.

— ¿Qué es todo este desastre? —Fue lo único que dijo, con la voz seca, sin emoción.

Me levanté como pude. Sentía el cuerpo pesado, el corazón más aún. Sostuve mi copa vacía y con voz apenas firme susurré:

—Hoy… era nuestro aniversario. El primero. ¿Ya lo olvidaste?

Charles se acercó. Sus ojos eran de mármol.

—No lo olvidé —respondió sin una pizca de emoción—. ¿Cómo olvidaría el día que me desgraciaste la vida con este absurdo matrimonio?

Saliva tragué. Sus palabras me golpearon más que cualquier puñetazo.

Di un paso atrás. Como si pudiera protegerme de él. De su odio.

—Te lo dije en el altar, y te lo repito ahora —continuó, acercándose más—: Puedo darte lujos, joyas, mi apellido... pero jamás tendrás mi corazón.

Algo dentro de mí se quebró. Algo profundo. Irreparable.

—¿Por qué, Charles? —susurré—. ¿Por qué te casaste conmigo si me desprecias tanto?

Él soltó una risa amarga, seca.

—Porque me dejaste sin opción. Porque quedaste embarazada. Porque tu padre nos chantajeó con arruinar el apellido Schmidt. Porque tú y tu familia vieron en mí su pase al paraíso.

—¡Eso no es cierto! —grité, con el alma hecha trizas.

-¿No? —me miró de arriba abajo, con esa mirada que me hacía sentir pequeña—. Mirate. Esta escena ridícula. Esta ropa. Esta cena absurda. ¿De verdad pensaste que esto cambiaría algo?

—Solo quería intentarlo, que te dieras cuenta de que podemos ser felices, pero veo que tú no piensas igual que yo. —Te odio, Charles. Te odio con todo mi corazón —le escupí las palabras, aunque me ardían más a mí que a él.

Y entonces, molestando. Una sonrisa ladina, venenosa.

—Eso no te lo crees ni tú —susurró, acercándose a mí hasta que su aliento rozó mi piel—. Si me odiaras, no estarías aquí esperándome con esa ropa y esta mesa de cuentos de hadas.

Me sujetó el brazo. Con fuerza. Como si yo le perteneciera. Me empujó hacia la cama.

— ¿Quieres tu noche especial, Rebeca? Pues la vas a tener.

—Charles… no así. Por favor… —supliqué.

Pero no le importó.

Me empujó sobre la cama con rabia. Se desabrochó la camisa. Se quitó la corbata. Su mirada era mezcla de deseo y desprecio.

—Vamos, Rebeca. No finjas. Sé que lo deseas. Siempre lo has deseado. ¿No fue así como empezó todo esto?

Lloraba. Pero no grité. No lo empujé. Porque en el fondo… no sabía si me rompía más su rechazo o su cercanía.

Me besó con violencia. Me tocó con urgencia. Y cuando me penetró, no fue amor… fue castigo.

—Dime que te gusta —decía contra mi cuello.

Yo no dije nada. Solo cerré los ojos y me déjé llevar. Porque cuando el amor se mezcla con el miedo… uno ya no sabe cómo escapar.

Cuando terminó, se levantó como si nada. Se abotonó la camisa. Se ajustó el reloj. Miró la habitación: las flores aplastadas, mi cuerpo inmóvil, mi alma vacía.

—No vuelvas a organizar un aniversario más —dijo sin mirarme—. Porque la próxima vez… será peor.

Y se fue.

Cerró la puerta con la misma frialdad con la que abrió mi infierno.

Me quedé ahí. En la cama. Tiritando, sin sábanas, sin dignidad.

Miré el techo. No lloré más. Las lágrimas se habían secado.

Ese fue el día que entendió que Charles nunca me amó.

Y que tal vez… yo tampoco sabía lo que era el amor.

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