Capítulo 1 Una familia feliz... en apariencia
El jardín de la mansión Schmidt estaba decorado como salido de una revista: globos pastel, mesas con manteles de encaje, una carpa elegante donde los niños jugaban entre inflables y música suave. Todo parecía perfecto.
Excepto yo.
Sentada en una silla playera, con un vestido beige que ocultaba mi melancolía, observaba a mis trillizos correr felices entre los hijos de los amigos de Charles. Reían. Se lanzaban por los toboganes inflables, gritaban su felicidad… y por un momento, sentí que algo en mí se quebraba.
Mi mirada se perdió entre los adornos, pero mi mente estaba en otro lado. Con cada carcajada de mis hijos, sentía una punzada de culpa… y de decisión. Hoy era el segundo cumpleaños de los trillizos. Y su padre aún no había aparecido.
—¿Charles no te ha llamado? —La voz grave de mi suegro me sacó de mis pensamientos.
Lo miré, forzando una sonrisa—. Seguramente surgió algo en la empresa —mentí. Pero por dentro sabía la verdad: Charles no vendría. No le importábamos.
Don Augusto me estudió con atención, como si pudiera ver más allá de mis palabras.
—Rebeca… sé que no es el momento —dijo, con una voz que mezclaba compasión y pesar—. Pero sé que tú y Charles no están bien.
Levanté la mirada, fingiendo sorpresa.
—¿Por qué lo dice, señor Augusto? Charles y yo estamos... bien. A veces tenemos nuestras diferencias, como todos.
No me dejó terminar.
—No tienes que defenderlo. Sé quién es mi hijo. Y no te voy a mentir… al principio, no te quería cerca. Pensé que eras una cazafortunas. Pero en estos dos años me demostraste que eres más fuerte de lo que imaginé. Y que amas a mi hijo de verdad.
Sus palabras me apretaron la garganta. No dije nada. Solo asentí, luchando contra las lágrimas.
Entonces lo escuchamos.
—¡Eh, hermano! —gritó uno de los amigos de Charles desde la entrada. Volteé instintivamente. Y allí estaba él. Mi esposo. Impecable. Traje de lino, gafas oscuras, sonrisa de compromiso. Tarde. Como siempre.
Don Augusto se alejó para recibirlo. Yo me quedé inmóvil. Y aún así, Charles me vio. Me vio como siempre lo hacía: con frialdad, como si yo fuera una deuda pendiente, un error con nombre propio.
—¿Se puede saber por qué llegas tarde al cumpleaños de tus hijos? —reclamó su padre, cruzado de brazos.
—Lo siento, papá. El tráfico, un asunto urgente. Pero ya estoy aquí, ¿no?
—Ve a saludar a tu esposa —ordenó Augusto.
—Está bien, no te pongas así. Además, vendrán reporteros, quiero que mis nietos salgan en las revistas.
Ah, claro. La imagen. La fachada. La familia perfecta para los flashes.
Charles se acercó a mí. Se sentó a mi lado con esa seguridad de quien sabe que nadie lo va a cuestionar. Me miró. Largo. Intenso.
—¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así? —le pregunté, sin esperar respuesta.
Se llevó una mano al cabello y suspiró.
—Rebeca, Rebeca… ¿Qué voy a hacer contigo?
Y entonces, sin pensarlo, lo solté.
—Dame el divorcio.
Sus ojos se oscurecieron. Me tomó del mentón con fuerza, disimulando ante las miradas. Se acercó a mis labios, rozándolos.
—Nunca —susurró—. Nunca te daré el divorcio.
Me besó. Mordió mi labio con intención. No fue un beso. Fue una marca. Una amenaza disfrazada de afecto.
El dolor me hizo cristalizar los ojos, pero me negué a llorar. Me solté con elegancia, me levanté y caminé hacia los inflables donde mis hijos jugaban sin saber nada de lo que ocurría a su alrededor.
Los reporteros llegaron minutos después. Nos tomaron fotos. A Charles, a los trillizos, a mí. Sonreí. Fingí.
Parecíamos una familia feliz.
Pero por dentro…
Yo ya estaba buscando la salida.
La fiesta terminó entre risas, globos desinflados y el dulce eco de los niños corriendo por el jardín. Me despedí de Rosa con un abrazo largo.
—Adiós, amiga. Cuídate mucho.
—Tú también, Rebeca —me respondió, con una mirada que lo decía todo. Sabía que algo no estaba bien.
Una de las niñeras me ayudó con los niños. Los trillizos ya estaban cansados, somnolientos después de tantas emociones. Caminamos hasta el auto. Justo cuando íbamos a subirnos, Augusto se acercó a Charles.
—¿Por qué no se quedan esta noche aquí? Esta también es su casa.
Charles negó, firme.
—No, papá. Rebeca y yo queremos estar solos.
Me miró con esa expresión que nunca lograba descifrar. Sonreí débilmente.
—Es cierto. Una pareja necesita su espacio. Además, usted sabe que siempre estaré pendiente de usted. No se preocupe.
Augusto me abrazó.
—Te quiero, hija.
—Y yo a usted.
Subí al auto con los niños, y Charles se despidió de su padre antes de sentarse al volante. Apenas arrancó, mi teléfono sonó. Miré la pantalla. Era mi abogado. El corazón me dio un vuelco.
—¿Quién te manda mensajes a esta hora? —preguntó Charles sin quitar la vista del camino.
—Basta, Charles. Estás manejando. Déjame en paz.
—Dímelo, Rebeca. ¿Quién es?
Lo miré con cansancio.
—Bien. Si tanto te interesa, es mi abogado.
Sus labios se curvaron en una sonrisa ladeada. Esa sonrisa que alguna vez me enamoró y ahora me daba miedo. No dijo nada más durante el camino, pero su silencio pesaba como plomo.
Al llegar a casa, las niñeras aparcaron detrás de nosotros y nos ayudaron con los niños. Yo subía las escaleras cuando sentí su mano en mi brazo.
—Tú vienes conmigo —dijo, tirando de mí con firmeza.
—¿Qué haces? ¡Suéltame! —protesté, tratando de zafarme.
Me arrastró, casi literalmente, hasta su habitación. Sí, suya, porque desde hace meses ya no compartimos cama. Apenas crucé el umbral, me solté de su agarre con fuerza.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿Estás loca? ¿Crees que voy a darte el divorcio así como así?
—¡Entonces dime por qué! ¿Por qué quieres seguir atado a mí si no me amas? —grité con el alma desgarrada.
—¡Cállate, Rebeca! —rugió—. ¡Tú y yo sabemos perfectamente cómo empezó esto! ¡Me casé contigo sin amor!
Sus palabras eran cuchillas.
—¡Y no te amo! ¡Nunca te voy a amar!
Me quedé helada. Di un paso hacia la puerta, pero él fue más rápido. Me tomó de ambas muñecas y me empujó hacia la cama. Sentí su peso sobre mí.
—¡Eres pésima en la cama! —escupió con rabia.
Quise levantarme, pero no pude. Mi corazón temblaba.
—Amelia... —susurró, como un veneno—. Ella era la mujer con la que debí casarme. ¡Tú y tu maldita familia me lo arruinaron todo!
—¡Suéltame, Charles! ¡Ya es suficiente! ¡Estoy cansada! ¡Cansada de tus insultos, de tus desprecios!
—¡Nunca vas a ser libre, Rebeca! ¿Me oyes? ¡Nunca!
Sus ojos me miraban con rencor. Yo, con el alma hecha trizas, lo miraba con la certeza de que ya no quedaba nada. Solo ruinas. Solo dolor.
Y mientras él salía de la habitación con la puerta cerrándose tras él, supe que ese matrimonio era una prisión. Y que yo, finalmente, estaba lista para escapar.
Me pregunto —una vez más— cómo llegamos a este punto.
¿Cómo me casé con ese hombre?
La respuesta me lleva dos años atrás…
—Hola… ¿Cómo estás?
Me sobresalté y levanté la vista. Era Charles Schmidt.
Él es Charles Schmidt.
El tipo que todas miraban, el heredero de una fortuna, estudiante brillante, sonrisa ganadora, el único que me hablaba como si yo fuera más que la hija del publicista Miller.
—¿Te asusté? —dijo con una sonrisa ladeada.
—No, no… para nada —respondí bajando la mirada, sintiendo que mis mejillas ardían.
—Vine a contarte algo —se sentó a mi lado, con esa naturalidad suya que siempre me desarmaba—. Hablé con Amelia.
Mi estómago se encogió.
—¿Y…? ¿Le dijiste cómo te sientes?
—Sí. Le dije que me gusta. Mucho. Y… —Sonrió de nuevo—. Bueno, me dijo que pronto se va de viaje, pero que mientras está aquí, podemos salir. Así que… vamos a comenzar a salir.
Lo miré, obligándome a sonreír. Fingí alegría.
—Me alegra mucho por ti, Charles.
Él se inclinó y me besó la mejilla. Un gesto simple… pero para mí, fue como si el mundo se detuviera.
—Gracias por tus consejos, Rebeca. Por escucharme siempre. Eres una gran amiga… la mejor.
Se levantó y se alejó. Lo vi perderse entre los árboles del campus, y una lágrima traicionera se deslizó por mi mejilla. Me la limpié rápido.
—¿Rebeca? —era Rosa, mi mejor amiga—. ¿Todo bien?
—Sí. Charles... acaba de decirme que va a empezar a salir con Amelia.
Rosa me abrazó sin decir nada. Porque sabía. Sabía lo que no me atrevía a confesar:
Yo estaba enamorada de él. Desde siempre.
seis meses después
Estaba en casa, en pijama, repasando conceptos para una entrega. La noche era húmeda, con neblina espesa cubriendo las ventanas. Entonces sonó el teléfono y contesté.
—¿Rebeca? ¿Puedes salir?
—¿Charles? ¿Qué pasa? Estoy estudiando...
—Por favor, Rebeca. Solo sal.
No pregunté más. Me puse un abrigo, bajé en silencio las escaleras y salí por la puerta trasera para que mis padres no me vieran. Al cruzar la calle, lo vi. Su auto deportivo brillaba bajo la luz tenue de la farola.
Charles bajó la ventanilla, sonrió y me hizo una seña.
—Estoy loca —murmuré sin que él me escuchara—. Pero no me importa.
Me acerqué.
—¿Qué sucede?
Abrió la puerta del coche para que entrara.
—Sube.
—Está bien...
Entré al coche, encendió el motor y comenzó a conducir. En el silencio, su voz me sorprendió:
—Hoy me despedí de Amelia.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Se fue?
—Sí. A Rusia. Sus padres insistieron en que terminara su carrera allá. Le prometí que la buscaría cuando termine la universidad…
Lo dijo mirando hacia la carretera. Yo solo asentí.
—Debes estar triste.
—Sí… pero también estoy aliviado porque estoy seguro de que la volveré a ver. Y... quería estar contigo a contarte todo.
No supe qué contestar. Charles estacionó frente a un club exclusivo, donde la música se filtraba por las paredes.
Pidió una botella de vino blanco. Nos sentamos en una mesa apartada.
No tardamos en emborracharnos un poco. Entre risas, miradas largas y silencios tensos, la noche se fue derritiendo.
Al salir, el aire helado nos recibió.
—Tengo un lugar que quiero mostrarte —me dijo.
Condujo por una carretera desierta. Llegamos a un mirador sobre la ciudad.
La vista era mágica: luces parpadeantes, el mar a lo lejos, el cielo despejado.
Charles me tomó de la cintura y me ayudó a subir a la capota del coche. Me ofreció una cerveza.
Nos recostamos juntos, espalda con espalda, mirando las estrellas.
En algún momento, su mano rozó la mía. Luego, su mirada se cruzó con la mía.
Nos quedamos así, demasiado cerca. Respirando el mismo aire.
Y entonces… me besó.
Era un beso lento, suave, cargado de cosas que ninguno de los dos decía.
Me dejé llevar.
Lo deseaba desde hacía años.
Charles me tomó entre sus brazos, me ayudó a bajar, abrió la puerta trasera del coche y, sin una palabra, nos entregamos al deseo.
Su cuerpo junto al mío. Su respiración en mi cuello.
Sus manos explorándome, su boca en mi piel.
Por un momento, el mundo se desvaneció.
Yo ya no era solo la amiga. Era la mujer en sus brazos.
Pero entonces… me aparté, con el corazón desbocado.
—Charles… creo que no deberíamos…
Él me miró, sin rastro de duda.
—Vamos, Rebeca… somos amigos con derecho, ¿no?
Esa frase me partió. Pero asentí.
Porque en ese momento, yo quería tener aunque fuera un pedazo de él… aunque doliera.
Y esa noche, fue el inicio de todo.
De lo que seríamos.
Y de lo que algún día… nos destruiría.