– Charles Schmidt
Me quedé allí parado, sin moverme, como si mi cuerpo fuera solo una sombra sostenida por los hilos invisibles de lo que alguna vez fuimos. Ella levantó la mirada. Sus ojos seguían húmedos, pero ya no había rabia. Solo resignación. Cansancio. Y una firmeza que me partió el alma.
—Charles… déjame ser feliz —susurró con voz baja, pero firme—. Te dejaré ver a los niños. Tienes razón. Eres su padre.
Sus palabras me atravesaron como un punal. No hubo promesas, ni caricias, ni lugar para la esperanza. Solo una verdad cruda, limpia y sincera.
La miré, tratando de guardar cada detalle de su rostro: sus labios cansados, sus ojos apagados, su alma rota.
—Está bien —le dije en un suspiro.
Ella apenas, una sonrisa triste, como quien suelta un globo sabiendo que ya no le pertenece. Y justo entonces, escuchamos el sonido de la puerta principal abriéndose.
El corazón se me aceleró. Ella se giró con rapidez, y en cuestión de segundos, yo ya me había metido debajo de la cama. Era rid