—Estuviste cerca, amiga —dijo Rosa, con una media sonrisa nerviosa.
Asentí lentamente. Saliva tragué. Mis piernas temblaban. Sentía que el mundo giraba más rápido de lo normal.
—Tengo que irme —dije en un susurro, apenas audible. Mis ojos se fijaron en mis hijos, aún jugando, ajenos a todo. Luego miré a Rosa—. No puedo quedarme más tiempo aquí.
Rosa me tomó del brazo antes de que pudiera moverme.
—¿Hasta cuándo vas a estar huyendo de Charles, Rebeca? —me preguntó con firmeza, su mirada llena de compasión, pero también de ese juicio honesto que solo una verdadera amiga se atreve a dar—. Enfréntalo. Dile que lo único que quieres es vivir en paz… tranquila.
Suspiré profundamente. El aire me dolió al entrar en los pulmones. Sabía que tenía razón. Yo también estaba cansada. Harta de mirar por encima del hombro. De esconderme.
—Tienes razón —admití al fin, bajando la mirada—. No puedo seguir así. No puedo vivir escondiéndome toda la vida… No es justo ni para mí ni para ellos.
Volví a ver a