— Charles Schmidt
Desperté con la garganta áspera y una niebla en la cabeza; el olor a hospital me toma por sorpresa, como si fuera un mundo aparte. Parpadeé y lo primero que vi fue a Rebeca: de pie junto a la cama, hablando por teléfono con una voz que intentaba mantenerse firme. La observé sin hacer ruido; la escuché pedir a Viktor ayuda para encontrar a mi hijo, y una sonrisa —torpe, culpable— se dibujó en mi rostro.
Rebeca siempre tuvo ese instinto para cuidar a los demás. La vi allí, preocupada por un niño que no es suyo, mientras el recuerdo de Amelia se me clavaba como un hierro. Amelia era otra cosa: calculadora, lejos de la ternura que exigía un hijo. Juro que encontraré a Andrés, pensé. Y Amelia —si tiene algo que ver— me lo va a devolver, aunque tenga que arrancarlo de su propia mano.
La llamada de Rebeca terminó y ella me miró al colgar. Me sonrió; yo le devolví la sonrisa, aunque el hilo de los celos me quemaba por dentro. Sabía con quién hablaba, pero no podía evitarlo: