— Rebeca Miller
Terminamos de desayunar en un soplo de risas y migas. Los niños jugaban con el jugo, se tiraban pequeñas miradas cómplices entre ellos y, cuando les dije que debían prepararse para el colegio, pusieron esa carita que me derrite: el puchero de ternura que hacen cuando quieren quedarse en casa.
Los miré y sonreí sin poder evitarlo. ¿Cómo decirles que no? ¿Cómo negarles un día más en pijama, una mañana de familia, cuando el mundo afuera nos reclamaba responsabilidades? En ese momento Charles apareció en la puerta, impecable, la chaqueta apenas doblada sobre el brazo, la maleta de trabajo a un lado. Se quedó un segundo mirándonos, y yo sentí ese latido familiar en el pecho.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó con esa seriedad que sabe convertirse en broma con un guiño.
Me acerqué a él, apoyé la mano en su brazo y le susurré con una sonrisa cómplice: —Tus hijos no quieren ir al colegio. Quieren quedarse hoy en casa.
Charles miró a los tres y su rostro se ablandó. Para él, verlos f