Isabella
Subo las escaleras con ese temblor interno que siempre me deja Ryan después de una conversación incómoda. Me repito mentalmente que estoy bien, que no pasó nada grave, que solo fue su forma de “hablar conmigo”, pero mi cuerpo no entiende de racionalidades. Mis manos siguen frías. Mi respiración, entrecortada. Y mis pensamientos se sienten como un enjambre queriendo escapar por cualquier parte menos por mi boca.
Entro a la habitación y cierro la puerta despacio, como si el sonido pudiera provocar otro desencadenante. Me cambio la ropa por una camiseta cómoda y me siento en la cama con el celular, fingiendo normalidad aunque estoy lejos de sentirla. Ryan aparece diez minutos después, más calmado, como si el enojo se le hubiera evaporado en cuanto dejó de verme.
—Ven, acuéstate conmigo —me dice.
Me acerco, porque conozco la rutina. Él pasa su brazo alrededor de mi cintura, me aprieta contra su pecho y empieza a hablar de cosas aleatorias: el trabajo, un nuevo proyecto, la incomp