El reloj marcaba las 3:27 de la madrugada.
La ciudad dormía, pero yo no.
Estaba acostado boca arriba, con los ojos fijos en el techo y el silencio era tan absoluto que podía escuchar el latido de mi corazón.
Rítmico. Doloroso.
El celular seguía donde lo había dejado, en la mesa de noche.
No había vuelto a vibrar desde aquel mensaje.
“Me pidió perdón. Lo va a intentar. Al fin y al cabo… nos casamos.”
No había drama.
No hubo súplicas.
Solo eso.
Una despedida disfrazada de elección.
Y, aún así, no pude enojarme.
No con ella.
Samanta siempre había sido fuego. Pura emoción. Pura entrega.
Y también… una mujer criada en un entorno donde el amor escaseaba.
¿Cómo iba a juzgarla por no ver lo que yo veía tan claro?
Matías es un demonio disfrazado de hombre.
Y ella… está atrapada ahí.
Convencida de que lo que tiene con él es amor.
Me pasé una mano por el rostro, frustrado.
La amaba.
No como un capricho.
No como un deseo.
La amaba con esa forma silenciosa que se te queda adentro y te arranca peda