「Matías」
No fue tan difícil como pensaba. Claro, tenía sus momentos, sus silencios, sus miradas que cortaban como cuchillas… pero Samanta siempre había sido así. Intensita. Trágica. Dramática como una de esas actrices europeas que se creen profundas solo porque saben mirar al vacío sin parpadear.
La conocía de memoria.
Y ahora solo tenía que activarle los recuerdos correctos. Las emociones correctas.
Lo estaba haciendo bien.
Perfectamente bien.
Cada palabra que le decía, cada gesto suave, cada mirada tierna… todo era parte del mismo plan: meterla en el papel de esposa enamorada.
Mientras más la hiciera aferrarse a esa imagen, menos probabilidades habría de que me dejara.Y eso era lo único que importaba.
No por amor.
¿Amarla a ella?
Por favor.
Ella debía amarme a mí.
Ese era el punto.
No iba a dejar que una niña caprichosa y un desliz con su hermana destruyeran todo lo que he construido.
Mi reputación. Mi estabilidad. Mi poder.
Estúpida.
Estaba haciéndola pasar la mejor semana de su vida, y aun así… se resistía.
Me miraba como si pudiera ver detrás de mi falsa sonrisa. Como si adivinara que todo era un teatro.
Y eso me ponía de mal humor. Pero no podía mostrarlo.No aún.
Ella era frágil. Emocional. Inestable.
Y también idiota.
Creía en el amor.
Una ventaja que pensaba exprimir al máximo.
La vi salir de la ducha, envuelta en una toalla. Cabello mojado. Piel sonrojada por el vapor.
Una puta visión de postal.
Y sin embargo… ni una sonrisa.
Ni un comentario dulce.
Ni siquiera un roce.
«Terca hasta en lo íntimo», pensé, mientras fingía estar embelesado con un libro de poesía griega que no entendía ni me interesaba.
—¿Quieres vino? —pregunté con voz suave, la misma que usé la primera vez que la llevé a París.
Ella me miró. Dudó. Asintió sin hablar.
Sí, ahí estaba.
El resquebrajamiento.Ella quería creerme.
Solo necesitaba empujarla un poco más.—¿Te parece si salimos a caminar esta noche? —dije mientras le acercaba la copa con una sonrisa impecable—. Las calles se ven hermosas iluminadas.
—Tal vez —respondió. Fría. Reservada.
Mi mandíbula se tensó por dentro.
Por fuera… sonreí.«Esta estúpida me la está poniendo difícil», pensé, tragando mi rabia con otro trago de vino.
Una hora después, ella se quedó en la habitación arreglándose para la cena.
Yo salí a buscar algo especial. Un postre típico. Un vino más dulce. Lo que fuera.
En realidad, necesitaba aire.
Y una distracción.
Las turistas estaban por todas partes.
Pieles doradas, risas ligeras, faldas cortas.
Una rubia con acento británico me sonrió.
Le devolví la sonrisa.
Otra, de vestido rojo, me miró los labios mientras pasaba cerca.
Le guiñé un ojo.
¿Qué?
¿Es ilegal mirar?
No puedo evitarlo.
Me gusta ver.
Y me gustaba saber que, incluso con una esposa en la cama, seguía provocando.
Mi ego necesitaba eso.
Comida rápida.
Una camarera se acercó para ofrecerme una bandeja de dulces locales.
Le tomé la muñeca, solo un segundo de más.Ella se sonrojó.
Perfecto.
Todavía lo tengo.
Me gustaba probar. Cambiar. Meter mi pajarito en cuevas nuevas.
La variedad es parte del éxito.
Samanta…
Sí, está buena.
Está buenísima.
Tiene ese cuerpo que parece hecho para pecar, esa boca que cuando no habla, provoca.
Sí, claro que me calienta.
Claro que me provoca cogerla contra la pared blanca de esa maldita villa con vista al mar.Pero eso no es amor.
Me atrae muchísimo. Sí.
Lo que siento por ella es simple y claro: un cheque con varios ceros.
Poder.
Reputación.
Samanta no es una mujer.
Es un contrato.
Una inversión.
Una figura útil para el juego que estoy jugando.
Y si para mantenerla a mi lado tengo que hacerme el enamorado, llorar un poco, regalarle flores, chuparle el coño como un profesional y decirle que la amo bajo la luz de la luna…
Lo haré.
Sin dudarlo.
Porque cuando acabe esta semana, y ella vuelva a confiar en mí…
seré intocable otra vez.Y podré seguir haciendo lo que siempre he hecho:
Lo que me da la gana.
Con quien me da la gana.
Volví a la villa con la caja de postres en una mano y mi mejor sonrisa lista para actuar.
Samanta abrió la puerta con un vestido blanco, descalza, el cabello suelto.
Como una virgen del Mediterráneo.
Como una bendita idiota.
Le sonreí con ternura.
Le ofrecí el dulce.
Le dije que estuve pensando en ella todo el camino.
Ella me miró como si aún dudara.
Perfecto.
Porque eso hacía que el juego durara más.
Y yo adoraba jugar.
La cena fue perfecta.
Vino blanco frío. Velas encendidas. Postres dulces que no probé.
No me interesaba la comida.
Solo la estaba preparando.
Samanta estaba hermosa.
Vestido suelto, escote blando, piernas cruzadas como si no supiera lo que provocaba.
Pero lo sabía.
Siempre lo había sabido.
Y esa noche… ya no tenía la misma rigidez en los hombros.
Se reía bajo, con esa vocecita estúpida que ponía cuando quería parecer amable. Me miraba más de lo necesario. No me interrumpía.
—¿Te gustó el vino? —le pregunté mientras me inclinaba por encima de la mesa.
Ella asintió, mordiéndose el labio.
Lo que vino después fue fácil.
Le extendí la mano.
Ella la tomó.
Y ya estaba.
La llevé hasta la habitación sin decir palabra.
No hacía falta.Ya no me rechazaba.
Ya no me empujaba. Estaba lista.Cerré la puerta con el pie.
Ella me miró como si esperara algo más.
Una promesa. Un "te amo".No se lo di.
Solo la empujé contra la pared y la besé.
Fuerte.
Con lengua.
Con dientes.
Como a mí me gustaba.
Tenía la boca tibia, suave, mojada.
Perfecta para silenciarla.
Mis manos bajaron por su espalda.
La apreté contra mí, sintiendo cómo el vestido se aflojaba, cómo su respiración se aceleraba. Sus pechos se aplastaron contra mi pecho, firmes, llenos. Unas tetas ricas, de esas que dan ganas de agarrar con ambas manos y no soltar.Le mordí el cuello.
Se estremeció.Gimió.
Le gustaba. Sí. Sé que le gustaba.
Le levanté el vestido.
Tenía ropa interior de encaje. Blanca.
Siempre tan buena para el show.La giré de espaldas y la empujé sobre la cama.
La vi desde atrás, arqueada, entregada. «Dios... qué buena estás, Samanta».Me bajé los pantalones con una mano.
La otra la tenía en su cintura.Meterme en ella me hizo sentir invencible.
No era amor.
No era conexión. Era control. Poder.Era recordarle a quién pertenecía.
Moví las caderas con fuerza.
La hice gemir. Y cada sonido que salía de su boca me alimentaba el ego.Porque aunque supiera que no me amaba del todo… estaba ahí.
Gimiendo por mí.Terminamos rápido.
Como siempre.Yo no era de hacer maratones.
Caí a su lado, sin besarla.
Ella me abrazó.
Tonta.Se pegó a mí como si el sexo hubiera resuelto todo.
Como si ahora sí creyera que la amaba.Me quedé mirando el techo.
No dije nada.
Porque no hacía falta.
Ya estaba otra vez en el lugar que me correspondía: adentro de su cama... adentro de su mente... adentro de su maldito ser.
Y eso…
Eso me bastaba.
***
Ella se quedó dormida rápido. Aún tenía una pierna sobre mi cadera, como si creyera que eso significaba algo.
Patética.
Me aseguré de que su respiración fuera profunda y regular.
Le pasé los dedos por el pelo con una lentitud ensayada, como si me importara.
Con cuidado, levanté su pierna, me escabullí de la cama sin hacer ruido, y tomé el celular de la mesita.
Caminé hasta la terraza.
El cielo estaba oscuro. El mar, negro.
La villa, en silencio.
Me senté en una de las sillas de mimbre y desbloqueé el teléfono.
Ni siquiera lo pensé.
Abrí el chat con Ángela.
Y escribí:
“¿Estás despierta, muñeca?”
Al cabo de unos segundos, me respondió.
Siempre tan dispuesta, la muy zorra.
“Hola, guapo. Ya comenzaba a extrañarte”.
«Tan predecible, Angelita».
Yo no sabía si esa niña me tentaba y se me ofrecía porque en verdad yo le gustara, o si era por la inmensa envidia que sentía por su hermana mayor. Pero la verdad, poco me importaba. Lo cierto era que el coñito apretadito de esa criautura me encantaba.
“Acabo de terminar de follarme a tu hermana”. Le dije. Me encantaba hacerla enojar.
“Ay, tonto, ¿por que me dices esas cosas? (carita molesta)”
“No sé qué me calienta más… que te pongas celosa de tu hermana o recordar cómo gemías la última vez que te follé sobre la mesa de mi oficina”.
“Mmm... me encanta cuando me hablas así. Estoy muy mojadita por ti, precioso”, respondió ella, y acto seguido me envió una foto de sus lindas tetas. ¡Dios! Tenia unos pezones rosaditos. Divinos.
“Joder. Qué rica estás”, le dije. “Qué ganas tengo de volver a metértelo”.
Reí entre dientes. Ese tipo de juegos me encantan.
“¿Cuando regresas de tu luna infernal?”, preguntó la muy malvada.
“En una semana, princesa. Espero verte cuando llegue, y que estés muy hambrienta de mi verga”.
“Mmm... eso tenlo por seguro”.
Apagué mi móvil y me recosté en la silla, mirándolo hacia el cielo.
¡Joder! Esa conversación con Angela me había puesto muy duro.
Me giré a mirar a Samanta, quien dormía profunda.
¿Quien no, después de dos botellas de vino y buen sexo?
Me metí en la cama con ella, y comencé a tocarla.
Al final de cuenta, es mi esposa.
Que mejor forma de quitarme la calentrura de a gratis.