No sé si fue el viento o mi propio cuerpo el que me despertó. La habitación estaba bañada por una luz dorada, suave, como si todo allá afuera fuera irreal. Las cortinas se mecían con la brisa. El sonido del mar llegaba en susurros, como una canción vieja que ya no quería recordar.
Me quedé unos segundos boca arriba.
Mirando el techo abovedado, blanco, perfecto, respirando el perfume de las velas aromáticas que Matías había encendido la noche anterior.
Lavanda. Vainilla. Seducción ensayada.
La cama estaba vacía a mi lado.
Caliente aún.
Pero vacía.
Me senté, envuelta en la sábana. Me dolía la espalda. Las piernas.
Y más que todo… me dolía la mente.
La noche anterior había sido… intensa.
El vino.
Las palabras suaves.
Las caricias que parecían sacadas de otro tiempo.
Y después, su cuerpo sobre el mío.
Su boca en mi cuello.
Su voz ronca diciéndome que me había extrañado. Que me deseaba. Que me necesitaba.
No había sido romántico.
Había sido físico.
Carnal.
Un reencuentro con sabor a vengan