Me Desterraron de la Manada, y Ahora Aúllan por Mi Regreso
Me Desterraron de la Manada, y Ahora Aúllan por Mi Regreso
Por: Ava
Capítulo 1
Me había infectado de corrosión por polvo de plata después de caer en una mina hacía diez días. El sanador había insistido con urgencia en que recibiera tratamiento en la enfermería.

Sin embargo, cuando llegué, me informaron que todos los sanadores habían sido enviados al frente: la manada estaba en guerra con los clanes vecinos.

No tuve más remedio que acudir a mis padres en busca de ayuda.

Tras ser rechazada por vigésima vez a través del vínculo mental, agarré mi informe de corrosión y me arrastré hasta el Consejo de Hombres Lobo.

—Hola. Quisiera solicitar que se eliminen todos mis registros personales de la base de datos de la manada… con efecto inmediato.

La consejera me dirigió una mirada llena de compasión y, en voz baja, preguntó:

—Pobrecita... ¿no tienes ningún familiar que te acompañe?

Justo cuando esas palabras salieron de su boca, mis padres irrumpieron en la sala, seguidos de Elisa.

Mi padre ni siquiera vaciló.

En el momento en que me vio, explotó. Sin dudarlo. Sin hacer preguntas. Sin darme oportunidad de explicar nada. Me señaló con un dedo tembloroso y rugió:

—¿Hiciste esta patética escena solo para eclipsar a Elisa y robarte nuestra atención? —Su voz vibraba de furia contenida—. ¿Tienes idea de cuántos guerreros fueron retirados del frente por tu maldito egoísmo? ¡Eres una vergüenza! ¡Una deshonra! —escupió con desprecio—. ¡Para ser hija de un beta, no tienes ni una pizca de dignidad!

Me quedé ahí, paralizada, completamente congelada. Mi loba temblaba por el impacto del estallido repentino.

Tardé un momento en recordar siquiera qué día era.

Claro. Era el primer cambio de Elisa. Su llamado «ritual de mayoría de edad».

Mi padre se había tomado dos días libres solo para celebrar aquello.

¿Y yo? Su propia hija de sangre, casi muerta por la corrosión de plata, le había enviado veinte solicitudes mentales suplicándole un sanador.

Pero, en lugar de ayuda, recibí su condena. Me acusaron de malgastar los recursos de la manada, diciendo que era una vergüenza, una deshonra.

Porque para él, yo no era una hija. Era una carga. Una molestia.

Las lágrimas comenzaron a llenarme los ojos en cuanto escuché sus palabras. Me toqué la mejilla ardiente e intenté explicarme:

—Papá, yo no...

—¿Todavía te defiendes? —gritó furioso.

Mi madre me arrancó el informe de las manos y lo miró por encima. Su mueca era más helada que el polvo de plata que devoraba mi cuerpo.

—¿Falsificaste esto solo para llamar nuestra atención? ¡Pues felicidades, lo lograste! ¡Arruinaste por completo el gran día de Elisa! Has sido una mentirosa desde que eras una cachorra. ¿Por qué deberíamos creerte ahora?

Su furia se desbordó. Justo cuando levantó la mano para golpearme, Elisa corrió hacia adelante y la detuvo.

Las lágrimas brillaban en los ojos de Elisa mientras suplicaba con una voz suave y quebradiza:

—Lo siento, Jimena… No quise hacerte daño con mi ritual de transformación. Por favor, ya no les mientas más a nuestros padres, ¿sí? Ya están agotados con todo lo que has hecho. Si dejas de mentir, te juro que… haré lo que tú me pidas.

Mi madre la abrazó con ternura y le secó las lágrimas; lágrimas que deberían haber sido mías.

Ver ese gesto tan delicado fue como recibir una puñalada en el pecho. Me quedé ahí, inmóvil, con la mente girando, mientras la sangre caliente me resbalaba por la nariz. La limpié con el dorso de la mano y volví a mirar a la consejera.

—Hace mucho que ya no tengo familia —dije con voz ronca—. Por favor, eliminen toda mi información del registro de la manada. Mi funeral está programado para dentro de tres días.

Al oír mis palabras, mi padre soltó una carcajada, con los ojos brillando de amarga ironía.

—¡Qué broma! ¿De verdad arrastraste al Consejo a este circo solo para arruinar el ritual de Elisa? ¡Increíble! ¡Vas a pagar por esto, Jimena! ¡Y no te atrevas a decirle a nadie que eres mi hija!

Dicho eso, se dio media vuelta y se marchó sin siquiera mirarme de nuevo. Mi madre lo siguió, con Elisa detrás, como la hija querida que siempre fue.

Terminé el papeleo sola, y, también sola… caminé de regreso a nuestra madriguera.

Me quedaban tres días de vida.

Mientras yo luchaba sola contra la corrosión de plata, borrando mi existencia de los registros de la manada, mis padres alzaban sus copas por la gloriosa transformación de su hija adoptiva.
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