Los ojos de Leonel se deslizaron sobre Cristal con un destello de desprecio.
Qué asco.
¿Un espécimen como ese… podía realmente enfurecer a su esposa?
¿Quería dinero? Perfecto.
Él tenía de sobra… pero ¿acaso ella sería capaz de cargarlo?
La sonrisa pérfida de Leonel se fue ampliando poco a poco, provocando que las damas presentes contuvieran la respiración con un escalofrío.
Dios mío… vivir todos los días al lado de un hombre tan endiabladamente hermoso… Silvina, ¡qué suerte la tuya!
Era suficiente para despertar la envidia de cualquiera.
En la mirada de Leonel no existía nadie más que Silvina. Apenas extendió la mano, Tomás ya se adelantó con un enorme maletín.
—Silvina —dijo Leonel, abriendo el maletín ante todos—, la próxima vez que quieras arrojar dinero, hazlo con efectivo. Una tarjeta de crédito pesa demasiado poco para golpear.
El maletín rebosaba billetes de cien dólares.
—Toma, —le colocó un fajo de dinero en la mano a Silvina, inclinándose hasta su oído con voz grave—. Hoy pu